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Carignano a despedirse de Montebruno; y a las seis
y media de la tarde saludaba a algunos
eclesiásticos distinguidos que se habían reunido
en la Casa de los Artesanitos para augurarle un
buen viaje. Estaba entre ellos don Luis Sturla,
santo sacerdote y celosísimo apóstol de los niños,
llegado poco tiempo antes de las misiones de Adén,
en Arabia.
Los mismos muchachos de aquel centro, seducidos
por las buenas palabras de don Bosco y por el
plato de carne que a sus expensas había hecho
añadir a la comida ordinaria, se habían hecho sus
amigos. Parecía que les apenara verle partir.
Algunos lo acompañaron hasta el mar y, saltando
con destreza a una barca, le llevaron remando
hasta el barco. El viento era muy fuerte: nuestros
dos viajeros, no avezados al mar, temían volcar a
cada oleada, y los jóvenes reían.
En veinte minutos, don Bosco y Miguel Rúa
llegaban al barco. Subieron a bordo. Llevaron sus
equipajes al camarote y se sentaron los dos en
silencio para descansar de las sacudidas de la
barca, mirando con curiosidad aquel sitio en el
que se encontraban por vez primera. Esta espera
trajo sus inconvenientes.
Habían llegado en el preciso momento en que los
viajeros cenaban y, desconocedores de las
costumbres del barco, no fueron con los demás.
Cuando preguntaron si podían ((**It5.812**)) cenar,
les respondieron que ya se habían levantado las
mesas. Así que el clérigo Rúa tuvo que cenar una
manzana, un bollo y un vaso de vino; don Bosco
comió también un pedazo de pan y bebió un sorbo de
aquel vino.
Después de aquella cena subieron al puente para
hacerse una idea del Aventino. Era una de las
naves mayores del puerto. Salía de Marsella,
pasaba por Génova, Livorno, Civitavecchia,
Nápoles, Mesina y llegaba a Malta. Y tocando los
mismos puertos volvía a Marsella.
Mientras tanto, ya habían preparado a nuestros
dos viajeros sus respectivas literas en el
camarote. Eran las diez, cuando se levaron anclas
y el barco, movido por la máquina y un viento
favorable, comenzó a deslizarse velozmente hacia
Livorno. Ya en alta mar, don Bosco se mareó con el
movimiento del barco, y el mareo le duró casi dos
días. Lo único que le alivió un poco fue echarse
en cama y estar, cuando el estómago se lo
permitía, tumbado y estirado.
Pero la primera noche aquella incomodidad le
postró de tal forma que no podía aguantar ni en
cama ni fuera de ella; bajó de la litera para ver
si el clérigo Rúa andaba con las mismas. Pero el
buen hijo, que no había sufrido el menor fastidio,
salvo un poco de debilidad,
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