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la vida la clase de muerte que más plazca al Señor
enviarnos y aceptarla para cumplir su santa
voluntad. Hecho este propósito persevera mientras
uno no lo revoca; porque voluntas semel habita
perseverat donec retractetur. (La voluntad tenida
una vez persevera mientras no se retracte). De tal
suerte que si sobreviene la ((**It5.804**)) muerte
mientras uno se encuentra en aquel estado de
ánimo, ésa sería aceptada en el mismo momento en
que sucede y he aquí por tanto realizado el acto
al que va aneja la indulgencia. Que esta
aceptación sea un acto de gran mérito es doctrina
clara de San Alfonso quien escribe: <>. Y si el aceptar la muerte en
general, por cumplir la voluntad de Dios, es tan
meritorio, mucho más lo será aceptar
voluntariamente cualquier clase de muerte, con la
misma intención, porque tal disposición de ánimo
abarca cualquier muerte por dolorosa, ignominiosa
y repugnante que sea a la naturaleza humana.
Todo esto bien ponderado, pensó don José
Cafasso pedir al Sumo Pontífice que el acto de
aceptar la muerte con todas las circunstancias que
según la voluntad de Dios la puedan acompañar y
aceptarla para cumplir el divino querer, fuera
enriquecido con indulgencia plenaria in artículo
mortis, sin más condición que la de que tal
aceptación fuera hecha durante la vida y no
revocada antes de morir.
Don Bosco, después de prometer a don José
Cafasso que haría todo lo posible por conseguir
del Santo Padre tan señalado favor, quiso
confesarse. Fue siempre su costumbre la de que
cada vez que emprendía un viaje a tierras algo
lejanas, recibía el sacramento de la penitencia
antes de partir, aun cuando no hubieran pasado
ocho días desde su última confesión.
Al día siguiente, dieciocho de febrero, día de
eterno recuerdo, don Bosco se levantó muy temprano
y celebró la santa misa. Durante la noche, había
caído casi un palmo de nieve sobre los dos que ya
cubrían el terreno; pero, decidido a partir, hizo
lo que solían hacer entonces todas la personas
prudentes, antes de emprender aquel viaje, un
tanto peligroso. Hizo su testamento, a fin de,
según decía, no dejar ningún posible estorbo
((**It5.805**)) sobre
la suerte del Oratorio, en caso de que la
Providencia quisiera llamarme a la eternidad,
entregándome como alimento de los peces del
Mediterráneo. Llegó el notario, pero con cierto
retraso y, aunque es cierto, debía estar en el
andén de la estación con tiempo, don Bosco no
quiso dejar de cumplir este requisito. José
Buzzetti y Santiago Rossi, el maestro de la clase
diurna elemental, sirvieron de testigos. Hubo que
hacerlo a toda prisa.
A las ocho y media de la mañana, todavía
nevando, con la emoción que experimenta un padre,
se separaba don Bosco de sus alumnos. Muchos de
ellos, al verlo salir del Oratorio, lloraban a
lágrima
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