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((**Es5.571**) la vida la clase de muerte que más plazca al Señor enviarnos y aceptarla para cumplir su santa voluntad. Hecho este propósito persevera mientras uno no lo revoca; porque voluntas semel habita perseverat donec retractetur. (La voluntad tenida una vez persevera mientras no se retracte). De tal suerte que si sobreviene la ((**It5.804**)) muerte mientras uno se encuentra en aquel estado de ánimo, ésa sería aceptada en el mismo momento en que sucede y he aquí por tanto realizado el acto al que va aneja la indulgencia. Que esta aceptación sea un acto de gran mérito es doctrina clara de San Alfonso quien escribe: <>. Y si el aceptar la muerte en general, por cumplir la voluntad de Dios, es tan meritorio, mucho más lo será aceptar voluntariamente cualquier clase de muerte, con la misma intención, porque tal disposición de ánimo abarca cualquier muerte por dolorosa, ignominiosa y repugnante que sea a la naturaleza humana. Todo esto bien ponderado, pensó don José Cafasso pedir al Sumo Pontífice que el acto de aceptar la muerte con todas las circunstancias que según la voluntad de Dios la puedan acompañar y aceptarla para cumplir el divino querer, fuera enriquecido con indulgencia plenaria in artículo mortis, sin más condición que la de que tal aceptación fuera hecha durante la vida y no revocada antes de morir. Don Bosco, después de prometer a don José Cafasso que haría todo lo posible por conseguir del Santo Padre tan señalado favor, quiso confesarse. Fue siempre su costumbre la de que cada vez que emprendía un viaje a tierras algo lejanas, recibía el sacramento de la penitencia antes de partir, aun cuando no hubieran pasado ocho días desde su última confesión. Al día siguiente, dieciocho de febrero, día de eterno recuerdo, don Bosco se levantó muy temprano y celebró la santa misa. Durante la noche, había caído casi un palmo de nieve sobre los dos que ya cubrían el terreno; pero, decidido a partir, hizo lo que solían hacer entonces todas la personas prudentes, antes de emprender aquel viaje, un tanto peligroso. Hizo su testamento, a fin de, según decía, no dejar ningún posible estorbo ((**It5.805**)) sobre la suerte del Oratorio, en caso de que la Providencia quisiera llamarme a la eternidad, entregándome como alimento de los peces del Mediterráneo. Llegó el notario, pero con cierto retraso y, aunque es cierto, debía estar en el andén de la estación con tiempo, don Bosco no quiso dejar de cumplir este requisito. José Buzzetti y Santiago Rossi, el maestro de la clase diurna elemental, sirvieron de testigos. Hubo que hacerlo a toda prisa. A las ocho y media de la mañana, todavía nevando, con la emoción que experimenta un padre, se separaba don Bosco de sus alumnos. Muchos de ellos, al verlo salir del Oratorio, lloraban a lágrima (**Es5.571**))
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