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a hablar de forma inconveniente. Otro músico hizo
callar con buenas razones a un sujeto que empezó a
burlarse de la religión y de los sacerdotes.
Muchas veces llegaban estos buenos muchachos a su
destino la víspera de la fiesta, el sábado por la
tarde, y al ir al domicilio que se les asignaba,
se encontraban algunos con la cena de día de
carne, en vez de la de vigilia.
-Ea, come, decía el dueño. Fuera escrúpulos;
don Bosco no te ve ni lo sabrá.
((**It5.793**)) Pero el
muchacho respondía con valor:
-Ya sé que don Bosco no me ve, pero hay otro
que me ve, íDios!
Y se conformaba con pan y fruta.
Pretendía don Bosco que los cantores fueran un
sermón viviente en los pueblos adonde iban y por
eso quería que pertenecieran al Clero Infantil.
Así ganaban simpatías y aprecio para el Oratorio y
esas pequeñas anécdotas de animosa virtud eran
celebradas por todos, también por los que
imprudentemente no se habían preocupado de las
atenciones debidas a los chicos.
Esta nueva selecta Compañía del Clero Infantil,
se consagraba al culto divino el día de la
Purificación de María, rodeando el altar mayor,
revestidos con sus hábitos, mientras dos de ellos
ayudaban la misa de la Comunidad, celebrada por
don Bosco. El 31 de enero ya se había presentado
en el presbiterio para los solemnes cultos en
honor de San Francisco de Sales. Pero el servicio
del altar correspondía a los clérigos propiamente
dichos, los cuales, durante muchos años todavía,
no renunciaron a este honor. Armonía se hacía eco
de esta fiesta en su número del jueves, 4 de
febrero de 1858.
El domingo pasado ha sido un día de fiesta
solemne muy alegre para los buenos muchachos del
Oratorio de San Francisco de Sales. Cuando Horacio
enseñó que omne tulit punctum qui miscuit utile
dulci, (quitó todo el dolor quien mezcló lo útil
con lo dulce), nunca se hubiera imaginado que el
cristiano hubiera tenido hombres tales que, por un
secreto y suave impulso de la divina gracia, o,
como diría otro, por una inclinación natural,
habrían aplicado su máxima a cada uno de sus
actos, no para ganar aplausos, sino para conducir
a los hombres por el camino del cielo. Uno de esos
hombres es cabalmente el egregio y benemérito
sacerdote don Bosco.
De ello han tenido una prueba quienes
estuvieron ayer en el Oratorio. Se celebraba la
fiesta del Santo titular de aquella ((**It5.794**))
iglesia; estuvo la jornada tan bien distribuida y
repartida en cosas divertidas y santas, que pasó
toda ella en un momento para aquella multitud de
jovencitos. Por la mañana hubo comunión general, a
la que se acercaron más de cuatrocientos chicos
con el rostro radiante de gozo. Siguió luego la
misa solemne, cantada por el profesor Ramello,
quien hace casi un año ayuda con amor y alegría a
don Bosco, en la santa obra que le ha confiado la
Divina Providencia. El coro lo formaban los
muchachos, en parte estudiantes y en parte
artesanos, buenos todos y algunos óptimos. Quien
conozca el carácter inquieto
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