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murmuración. Hizo llorar, hizo reír a lo largo de
los diversos puntos del tema. Sobre todo con la
pintura de las personas y sus diálogos.
Pero el sermón que más grabado quedó en la
mente de aquellos aldeanos fue uno que se llamó el
sermón de la procesión. Si se hubiera tirado un
puñado de trigo sobre la gente que llenaba la
iglesia, ni un sólo grano hubiera llegado al
suelo: tan apretujados estaban. Anunció don Bosco
que quería llevarlos a todos a una procesión, pero
sin molestar ni incomodar a ninguno.
Contó que había visto las murallas de la
Celestial Jerusalén. Sobre la puerta de entrada
estaba escrito con letras cubitales: Nihil
coinquinatum intrabit in eam (Nada profano entrará
en ella). Que eran muy pocos los que caminaban por
el sendero que conduce a esta puerta. Abajo, en un
gran valle había visto una bandera negra,
sostenida por un personaje extraño, en la que se
veía escrito: Neque fornicarii, neque adulteri,
neque molles, neque fures, neque avari, neque
ebriosi, neque maledici, neque rapaces regnum Dei
possidebunt. (Ni los impuros, ni los adúlteros, ni
los afeminados, ni los ladrones, ni los avaros, ni
los borrachos, ni los ultrajadores, ni los rapaces
heredarán el Reino de Dios).1 Tras aquella bandera
seguía una larguísima procesión. La guiaba un tipo
horrendo, deforme y, al propio tiempo, de modales
elegantes y con una máscara en la cara. Iban,
primero, grupos de personas que sostenían
conversaciones malas, riendo a carcajadas, detrás
otros que blasfemaban a coro, luego hileras de
murmuradores; grupos de borrachos que cantaban
tropezando, etc. Tras éstos avanzaba gente cargada
de castañas robadas, de uvas vendimiadas en la
viña del vecino, y trasportadas en cestos; seguían
otros renqueando bajo el peso del trigo y del maíz
que no era suyo, etc. Luego una caterva de mujeres
y de hijos que robaban en sus casas y que vendían
lo robado a espaldas ((**It5.776**)) del
jefe de familia y cada uno arrastraba el cuerpo de
su delito. Segúía detrás la compañía de los
sastres, todos curvados bajo el peso de los
retales robados que los hacían andar corvados; la
cofradía de los molineros, encorvados bajo los
sacos de la harina sustraída a los parroquianos;
la de los tenderos con los pesos falsos, la de los
encubridores que compraban el botín de los
ladrones, la de los usureros, etc...
Estas gentes entraban por una puerta abierta en
las murallas ennegrecidas de una horrible cárcel,
situada a la extremidad del valle.
Tras el umbral veíanse tenebrosas excavaciones
que se hundían en las entrañas de la tierra. En
cuanto entraron todos, la puerta se
1 Corint. VI, 10.
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