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((**Es5.548**) senderos de herradura. Para colmo, había nevado fuerte durante la noche y la nieve alcanzaba el medio metro. Como don Bosco desconocía el camino y la nieve había borrado todo vestigio se vio obligado a servirse de un muchacho que le hizo de espolique mientras él iba a lomos del asno. Pero al poco perdieron el sendero; uno tras otro fueron cayendo al suelo, don Bosco, el guía y el borrico; un rato iba don Bosco montado, otro, bajaba de la albarda y tenía que empujar al burro; ora hacía de guía, ora era el guiado. Resultó pesadísima la ((**It5.771**)) muy pendiente bajada de los montes. El pobre cura iba calado de sudor, y la nieve le había empapado en agua; parecía otro. Para colmo, resbaló sobre el hielo, cayó en un hoyo y se lastimó una pierna, de suerte que hubo que ayudarle después para subir al púlpito si quisieron tener un sermón. El párroco de Salicetto mandó a un hombre de los suyos para que saliera a recibirlo; pero éste al no encontrarlo, se fue hasta Mondoví; y, vuelto atrás, lo encontró ya cerca del pueblo. Iba precedido de mucha fama y todo el pueblo le esperaba lleno de admirable entusiasmo. Algunos habían conseguido gracias extraordinarias de María Santísima al encomendarse a sus oraciones; así que esperaban muchos otros favores del cielo. Al entrar en el pueblo, acompañaba a don Bosco un sacerdote de los alrededores que le había estado esperando. Vio a unos chavales que jugaban en la calle: los llamó; pero ellos, no acostumbrados a hablar con los curas, al oír que los llamaban, suspendieron sus juegos y se miraron a la cara recelosos y asombrados, sin atreverse a dar un paso. Don Bosco se acercó a ellos sonriente y, sacando del bolso un cartucho de caramelos, se los repartió. Pero los críos no se atrevían a abrir el pico y, medio desconfiados, recibieron el regalito. Don Bosco, entonces, comenzó a bromear, les hizo reír y disipó en ellos todo temor. Luego les preguntó si aún tenían padres, cómo se llamaban, si ellos eran malos o buenos y otras cosas por el estilo. En cuanto los vecinos vieron a aquel sacerdote que se entretenía tan amigablemente y como un amigo con sus chicos, como un padre con sus propios hijos, y supieron que era don Bosco, el predicador ((**It5.772**)) de los ejercicios espirituales, corrieron enseguida en bandadas a su lado para oír qué les decía. En un santiamén se llenó la plaza de gente, sin contar los que, asomados a las ventanas, contemplaban la curiosa escena. El sacerdote que acompañaba a don Bosco, entró en la casa rectoral, abriéndose camino entre la multitud y fue a decir al párroco que era un crimen dejar a un hombre en mitad de la calle, (**Es5.548**))
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