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senderos de herradura. Para colmo, había nevado
fuerte durante la noche y la nieve alcanzaba el
medio metro. Como don Bosco desconocía el camino y
la nieve había borrado todo vestigio se vio
obligado a servirse de un muchacho que le hizo de
espolique mientras él iba a lomos del asno.
Pero al poco perdieron el sendero; uno tras
otro fueron cayendo al suelo, don Bosco, el guía y
el borrico; un rato iba don Bosco montado, otro,
bajaba de la albarda y tenía que empujar al burro;
ora hacía de guía, ora era el guiado. Resultó
pesadísima la ((**It5.771**)) muy
pendiente bajada de los montes. El pobre cura iba
calado de sudor, y la nieve le había empapado en
agua; parecía otro. Para colmo, resbaló sobre el
hielo, cayó en un hoyo y se lastimó una pierna, de
suerte que hubo que ayudarle después para subir al
púlpito si quisieron tener un sermón.
El párroco de Salicetto mandó a un hombre de
los suyos para que saliera a recibirlo; pero éste
al no encontrarlo, se fue hasta Mondoví; y, vuelto
atrás, lo encontró ya cerca del pueblo. Iba
precedido de mucha fama y todo el pueblo le
esperaba lleno de admirable entusiasmo. Algunos
habían conseguido gracias extraordinarias de María
Santísima al encomendarse a sus oraciones; así que
esperaban muchos otros favores del cielo.
Al entrar en el pueblo, acompañaba a don Bosco
un sacerdote de los alrededores que le había
estado esperando. Vio a unos chavales que jugaban
en la calle: los llamó; pero ellos, no
acostumbrados a hablar con los curas, al oír que
los llamaban, suspendieron sus juegos y se miraron
a la cara recelosos y asombrados, sin atreverse a
dar un paso. Don Bosco se acercó a ellos sonriente
y, sacando del bolso un cartucho de caramelos, se
los repartió. Pero los críos no se atrevían a
abrir el pico y, medio desconfiados, recibieron el
regalito. Don Bosco, entonces, comenzó a bromear,
les hizo reír y disipó en ellos todo temor. Luego
les preguntó si aún tenían padres, cómo se
llamaban, si ellos eran malos o buenos y otras
cosas por el estilo. En cuanto los vecinos vieron
a aquel sacerdote que se entretenía tan
amigablemente y como un amigo con sus chicos, como
un padre con sus propios hijos, y supieron que era
don Bosco, el predicador ((**It5.772**)) de los
ejercicios espirituales, corrieron enseguida en
bandadas a su lado para oír qué les decía. En un
santiamén se llenó la plaza de gente, sin contar
los que, asomados a las ventanas, contemplaban la
curiosa escena. El sacerdote que acompañaba a don
Bosco, entró en la casa rectoral, abriéndose
camino entre la multitud y fue a decir al párroco
que era un crimen dejar a un hombre en mitad de la
calle,
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