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que llevaba don Bosco. Pero lo mejor fue que,
hacia las tres, se presentó un sirviente del conde
Giriodi pidiéndole que fuera corriendo para
atender a un enfermo de aquella noble familia. Don
Bosco quería un coche para que nadie viese los
zuecos, pero hacía falta mucho tiempo para
encontrar uno, porque en aquellos tiempos había
pocos estacionados en el centro de la ciudad y muy
caros. Y había de ir enseguida. Entonces rogó al
sirviente que tuviera la bondad de esperarlo y
acompañarlo, confiando de este modo disimular algo
la novedad de su calzado. Con el criado al lado,
recorrió la calle Dora Grossa, la plaza Castello,
siempre rozando las paredes y un tanto inclinado
para que la sotana cubriese los pies, y llegó al
número cincuenta y tres de la calle Po. Terminada
su misión, el criado intentó dejarlo volver sólo y
le dijo:
-Supongo que podrá volver a casa sin mí.
-No, no, hijo mío; acompáñame, contestó don
Bosco.
-Usted perdone; >>y por qué?
-Porque... porque llevo puestos los zuecos.
-íPobre de mí!, exclamó el sirviente.
Fue corriendo al conde Giriodi y le contó lo
sucedido. El Conde se arregló a toda prisa, fue él
mismo a acompañar a don Bosco por calles estrechas
y medio desiertas a aquellas horas. Al llegar a la
calle Corte dAppello, el conde le hizo entrar en
casa de la viuda Zanone, que tenía una tienda en
el número ocho de dicha calle, muy conocida por
don Bosco y por el Conde, el cual dijo muy bajito
a la señora:
-Don Bosco va sin zapatos y lleva zuecos.
La señora Zazone, que apenas entró don Bosco le
había colmado de atenciones, quedó asombrada ante
((**It5.681**)) lo que
oía y buscó enseguida los más bonitos zapatos que
tenía en la tienda y los ajustó al pie de don
Bosco. Pero se quedó con los zuecos como preciosa
reliquia y recuerdo del hecho.
El prefería lo que había recibido como limosna.
Si los bienhechores le regalaban prendas de ropa,
las usaba como uno de sus alumnos.
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