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-Nosotros somos sal de la tierra y luz del
mundo; coduzcámonos de tal suerte que se cumplan
en nosotros las palabras del Salvador, a saber,
que los hombres vean nuestras buenas obras y den
gloria a nuestro Padre que está en los cielos.
Con frecuencia le pedían consejos, con los que
quedaban plenamente satisfechos.
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Sentía gran pena cuando se encontraba con un
sacerdote que no sabía respetar su condición y, a
veces, hasta llegó a verter lágrimas. Hubiera
querido esconder a aquel desgraciado a los ojos de
todos. Muchos se los recomendaron los propios
Obispos o los Vicarios Capitulares. El, con toda
caridad y profundo respeto, se las arreglaba para
rehabilitarlos, animándolos, sosteniendo con ellos
largas conversaciones y hasta ayudándolos
materialmente. Su celo fue ampliamente
recompensado, y casi pudo devolver a todos al
honor sacerdotal ante Dios, ante los hombres y
ante sus propios superiores. Y repuestos en el
buen camino, perseveraron en el ((**It5.655**)) fiel
cumplimiento de sus deberes religiosos. Convirtió,
incluso, a algunos caídos en la herejía,
induciéndolos a una edificante retractación.
Podríamos citar ejemplos y nombres que omitimos
por delicadeza. Lo más difícil era mantener
alejados de la ocasión a aquéllos a quienes la
autoridad eclesiástica había castigado por
intemperancia. Si don Bosco se los encontraba,
cuando habían recaído en algún exceso, procuraba
no humillarlos; los miraba con un aire tal de
bondad y compasión, que los pobrecitos se sentían
tocados en el corazón. No soltaba jamás una
palabra, que pudiera mancillar el carácter sagrado
de que estaban investidos.
Al aconsejar a estos pobres descarriados, que
quizás le objetaban sus inveteradas costumbres,
las relaciones contraídas, los temidos peligros y
venganzas, la falta de vocación, sabía demostrar
con qué
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