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Apenas manifestó don Bosco su intención, ya
hubo señores y señoras, eclesiásticos y seglares
de Turín y de otras partes, que se enorgullecían
de inscribirse entre los promotores y promotoras
para ayudarle. Cuánto nos gustaría transcribir los
nombres de tantas beneméritas personas, que
encontramos en un libro a propósito; mas, por amor
a la brevedad, solamente diremos que pasan de
cuatrocientos.
Por este número puede colegirse la cantidad de
cartas que don Bosco escribía continuamente,
multiplicándolas para atender a todos los pasos
necesarios a fin de poner en marcha la tómbola y
resolver muchos otros asuntos. Y como aquello
tenía por fin la gloria de Dios, también aparecía
en los escritos su unión con él. No hay uno solo
que no lleve el nombre de Dios, de Jesucristo o de
su Madre celestial; puede muy bien decirse de él,
lo que San Bernardo decía de sí mismo: <>. Don Bosco,
como siempre, ((**It5.609**))
pronunciaba estos nombres hasta cuando escribía,
como una aspiración del corazón, pero de forma que
los demás no le oyeran, ya que aborrecía el
singularizarse; y parecía que al respirar los
grababa en sus cartas.
Metía también en ellas estampitas con un
pensamiento escrito por su propia mano, para
elevar la mente a Dios; otras veces las regalaba a
su visitantes, y en ocasiones las mandaba dentro
de un sobre sin más. Para tal fin compró aquel año
a Paravía quinientas estampas de la Inmaculada,
con los bordes dorados.
Escribía en ellas una invitación a la caridad,
un acuse de recibo o una palabra de agradecimiento
por un regalo, un simple saludo o un augurio. El
día de la fiesta del Patrono principal del
Oratorio, envió a un ilustre patricio, que
trabajaba mucho por la tómbola, una de San
Francisco de Sales con esta inscripción: <>.
A sus cartas, animadas por tal espíritu, aunque
sencillas en la forma, eran admirables por los
efectos que producían. En cierta ocasión, por
ejemplo, había expuesto sus dificultades
económicas a una persona que tenía poco de
generosa; y sucedió que ésta, al leer la carta de
don Bosco, mandó al Oratorio una cantidad
ciertamente no inferior a sus entradas.
También era admirable su competencia para
escribir a gran velocidad. El clérigo Durando le
acompañó muchas veces en varios
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