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aprecio. Habiéndole encontrado por las calles de
la ciudad y deseando hablar confidencialmente con
él, le invitó para que fuera a Fassolo a visitar
el colegio o seminario de Misiones Extranjeras. Lo
había construido el marqués Brignole-Sale, junto a
la casa e iglesia de los Lazaristas, dotándolo de
la renta suficiente para el sostenimiento del
profesorado y veinticuatro seminaristas. Don Bosco
aceptó gustoso, porque le interesaba mucho todo lo
referente a las misiones, y fijó el día. Acudió el
Padre Pirotti aquella mañana una y otra vez a la
portería para saber si don Bosco había llegado o
estaba para llegar, impaciente por hablar con él.
Sonaron las doce del mediodía y tuvo que ir a
comer. Y en esto que llegó don Bosco, retrasado
por sus muchos asuntos y, quizás también porque no
había previsto lo largo del camino hasta Fassolo,
situado en las afueras al oeste de Génova.
Preguntó, pues, al portero por el reverendo
Pirotti.
-Está comiendo, le contestó.
((**It5.606**)) Don
Bosco pidió verlo:
-No se puede, va contra el reglamento.
-Bueno, pida permiso al Superior. Hágame este
favor. El padre Pirotti desea hablar conmigo y me
ha invitado a venir aquí.
-Espere a que acabe de comer, replicó el arisco
portero.
-No puedo esperar; tengo muchos quehaceres en
la ciudad y a hora señalada. Tenga por lo menos la
bondad de anunciarme. Soy don Bosco.
El portero, ya fuera por capricho o por no
molestarse, ya fuera porque el humilde aspecto de
aquel sacerdote no le demostraba una gran
categoría, permanecía inflexible. Aunque contra su
voluntad, don Bosco tuvo que marcharse. Cuando el
reverendo Pirotti terminó de comer, corrió a la
portería y, con gran disgusto, supo que don Bosco
había llegado, pero no se lo habían comunicado. El
sinsabor que se llevó fue tal, que, años después,
siendo superior en la casa de Sarzana, se lo
comunicaba a don Pablo Albera, lamentando haber
perdido, por culpa del portero, la preciosa
ocasión de hablar con don Bosco. Pero el buen
siervo de Dios no le olvidaba y, de vez en cuando,
le recordaba con cariño.
Después de tres o cuatro días de ausencia
volvió a Turín, donde recibió una de aquellas
gratas sorpresas que frecuentemente solían
prepararle sus bienhechores. Escribió sobre ella
al conde Pío Galleani d'Agliano.
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