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((**Es5.41**) buenos clérigos subían al convento de los Capuchinos del Monte, cuyo Padre Guardián les enviaba algunos religiosos que con toda caridad se pasaban horas y horas confesando a los jóvenes penitentes. Esto sucedió muchas veces durante varios años. Para el reparto anual de premios y las fiestas patronales había que preparar veladitas con discursos, poesías, músicas y cantos, y nunca faltaron la brillantez y el atractivo en semejantes solemnidades. Los clérigos estaban en todo. Hasta elegían los Mayordomos para ellas e iban a visitarlos e invitarlos para que aceptaran aquella especie de presidencia. A veces, elegían como Mayordomo a un joven distinguido, de ilustre familia, el cual, lo mismo al llegar al Oratorio que durante las funciones y al despedirse, era tratado con todos los agasajos que suelen tributarse ((**It5.39**)) a las personas que nos honran con su presencia. El abogado Garelli, que estuvo propuesto para alcalde de Turín, nos contaba con deleite cómo a los veinte años había sido Mayordomo en el Oratorio de Puerta Nueva. Lo mismo en éste que en el de Vanchiglia se reservaba al Mayordomo el asiento principal en las veladas y repartos de premios y, al terminar, uno de los clérigos pronunciaba el discurso de clausura o bien invitaba al Prioste a dirigir unas palabras a todos los muchachos, en presencia de sus padres y bienhechores. Si no era muy experto para hablar o no se atrevía, el clérigo estaba a su lado, le sugería una idea y arrancaba un aplauso para animarlo si le veía apurado, y, a veces, tomaba él mismo la palabra y continuaba en nombre del orador, elogiando cuanto él había dicho. Y esto lo hacía con tal gracia, que el auditorio ni se daba cuenta de nada; era maestro en esto el clérigo Rúa. Finalmente, el Mayordomo solía dejar una generosa oferta para los gastos de la fiesta. Así iba don Bosco acostumbrando a sus clérigos a buscar por sí mismos los medios con que conseguir lo que se habían propuesto, pero antes les daba las normas generales y estaba siempre dispuesto a prestarles su eficaz ayuda. Si, por una parte, el Oratorio era una auténtica palestra para sus clérigos, por otra, encontraban los muchachos en él los beneficios ya dichos y la ventaja de ir quitando de su mente ciertos prejuicios peligrosos para la convivencia social. Tal era el odio que las invectivas de los alborotadores, libros, periódicos y teatros infundían en la plebe contra las clases altas de la sociedad. De hecho, al ver a muchos señores con ellos en la iglesia, en las funciones sagradas, ((**It5.40**)) arrodillarse en sus mismos bancos, comulgar a su lado, enseñarles el catecismo, (**Es5.41**))
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