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buenos clérigos subían al convento de los
Capuchinos del Monte, cuyo Padre Guardián les
enviaba algunos religiosos que con toda caridad se
pasaban horas y horas confesando a los jóvenes
penitentes. Esto sucedió muchas veces durante
varios años.
Para el reparto anual de premios y las fiestas
patronales había que preparar veladitas con
discursos, poesías, músicas y cantos, y nunca
faltaron la brillantez y el atractivo en
semejantes solemnidades. Los clérigos estaban en
todo. Hasta elegían los Mayordomos para ellas e
iban a visitarlos e invitarlos para que aceptaran
aquella especie de presidencia. A veces, elegían
como Mayordomo a un joven distinguido, de ilustre
familia, el cual, lo mismo al llegar al Oratorio
que durante las funciones y al despedirse, era
tratado con todos los agasajos que suelen
tributarse ((**It5.39**)) a las
personas que nos honran con su presencia.
El abogado Garelli, que estuvo propuesto para
alcalde de Turín, nos contaba con deleite cómo a
los veinte años había sido Mayordomo en el
Oratorio de Puerta Nueva.
Lo mismo en éste que en el de Vanchiglia se
reservaba al Mayordomo el asiento principal en las
veladas y repartos de premios y, al terminar, uno
de los clérigos pronunciaba el discurso de
clausura o bien invitaba al Prioste a dirigir unas
palabras a todos los muchachos, en presencia de
sus padres y bienhechores. Si no era muy experto
para hablar o no se atrevía, el clérigo estaba a
su lado, le sugería una idea y arrancaba un
aplauso para animarlo si le veía apurado, y, a
veces, tomaba él mismo la palabra y continuaba en
nombre del orador, elogiando cuanto él había
dicho. Y esto lo hacía con tal gracia, que el
auditorio ni se daba cuenta de nada; era maestro
en esto el clérigo Rúa. Finalmente, el Mayordomo
solía dejar una generosa oferta para los gastos de
la fiesta.
Así iba don Bosco acostumbrando a sus clérigos
a buscar por sí mismos los medios con que
conseguir lo que se habían propuesto, pero antes
les daba las normas generales y estaba siempre
dispuesto a prestarles su eficaz ayuda.
Si, por una parte, el Oratorio era una
auténtica palestra para sus clérigos, por otra,
encontraban los muchachos en él los beneficios ya
dichos y la ventaja de ir quitando de su mente
ciertos prejuicios peligrosos para la convivencia
social. Tal era el odio que las invectivas de los
alborotadores, libros, periódicos y teatros
infundían en la plebe contra las clases altas de
la sociedad. De hecho, al ver a muchos señores con
ellos en la iglesia, en las funciones sagradas,
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arrodillarse en sus mismos bancos, comulgar a su
lado, enseñarles el catecismo, (**Es5.41**))
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