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agudas, con variedad de tonalidades y vibraciones,
unas fuertes, otras casi imperceptibles,
combinadas con arte y delicadeza tales, que
lograban formar un conjunto maravilloso.
Don Bosco, al percibir aquellas finísimas
melodías, quedó tan embelesado que le pareció
estar fuera de sí, y ya no supo qué decir ni qué
preguntar a su madre.
Cuando hubo terminado el canto, Margarita se
volvió a su hijo diciéndole:
-Te espero, porque nosotros dos hemos de estar
siempre juntos.
Proferidas estas palabras, desapareció.
Entretanto, con motivo de la muerte de la
madre, nos contó don Miguel Rúa que don Bosco
intuyó la necesidad de una Congregación de
Religiosas, que se cuidara del vestuario y lavado
de ropa de una familia tan numerosa; pero no quiso
tomar ninguna decisión hasta que la Providencia le
indicase, y de ((**It5.569**)) forma
evidente, su voluntad. Sin embargo, como para
pulsar la opinión general de la casa, una noche,
después de las oraciones propuso a los muchachos
la cuestión:
>>Se deberán traer a casa algunas monjas, que
se encarguen de lavar, planchar y remendar la ropa
o sería mejor pagar a una mujer que venga durante
el día y atienda a estos menesteres?
Los muchachos, imaginando que la presencia de
las monjas les hubiera ocasionado alguna
restricción de libertad, respondieron unánimes:
-íQue venga una mujer!
Y fue al Oratorio una mujer, pero no pagada, y
bien conocida por los muchachos. Era la señora
Juana María Rúa, madre del clérigo Miguel, que
hacía años iba a ayudar a mamá Margarita, con la
que se entendía a maravilla. Y a la muerte de ésta
se sentía naturalmente invitada a ocupar la plaza
de la piadosa amiga. Dejó, por tanto, las
comodidades de su casa, para ir a vivir en el
paupérrimo Oratorio de aquellos tiempos.
Era una mujer ya algo entrada en años, pero de
robustísima complexión, de gran cordura y
admirable paciencia, amante de la mortificación
cristiana, y dispuesta para cualquier trabajo.
Tenía una devoción firme y decidida y era de una
conciencia delicadísima, sin sombra de escrúpulos.
Todos los muchachos la quisieron con delirio, pues
era un ángel de bondad. Pero ella atendía con
preferencia a los aprendices, porque eran más
pobres e ignorantes que los otros. Así lo
atestiguaba José Reano. Ayudaba a la señora Rúa en
el cuidado de la ropa la tía de don Bosco María
Ana Occhiena, la viuda
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