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Don Bosco, abrumado de dolor, se fue después de
los mismos a Susa, como huésped de su amigo el
canónigo Rosaz, para descansar un poco. Pero no
estuvo más que un día y volvió a Turín. No cesaba
de rezar fervorosamente y hacer rezar por el alma
de su madre, y estableció que anualmente se
celebrara un funeral en el día del aniversario.
Hablaba siempre de ella con afecto filial y
contaba con viva complacencia lo mismo en público
que en privado, sus singulares virtudes. Dispuso
que uno de sus sacerdotes recogiese los hechos
edificantes de su vida, y los publicase como
recuerdo, para edificación de todos. Y hasta en
sus últimos días se pudo comprobar cómo pervivía
en él el afecto materno, puesto que, al
recordarla, le saltaban las lágrimas; y el que lo
atendía de noche, le oía suspirar por su madre en
sus duermevelas. Se la vio delante varias veces,
en sueños, que quedaron profundamente grabados en
su mente y que en alguna ocasión nos quiso contar.
En el mes de agosto de 1860, le pareció
encontrarla cerca del santuario de Nuestra Señora
de la Consolación, a lo largo de la cerca del
convento de Santa Ana, en la misma esquina de la
calle, mientras él volvía de San Francisco de Asís
al Oratorio. Su aspecto era bellísimo.
->>Pero cómo? >>Usted aquí?, le dijo don Bosco;
>>no ha muerto?
-He muerto, pero vivo; replicó Margarita.
->>Y es usted feliz?
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-Felicísima.
Don Bosco, depués de algunas otras cosas, le
preguntó si había ido al Paraíso inmediatamente
después de su muerte. Margarita respondió que no.
Luego quiso que le dijese si en el paraíso estaban
algunos jóvenes cuyos nombres le indicó,
respondiendo Margarita afirmativamente.
-Y ahora dígame, continuó don Bosco, >>qué es
lo que se goza en el paraíso?
-Aunque te lo dijese no lo comprenderías.
-Déme al menos una prueba de su felicidad;
hágame siquiera saborear una gota de ella.
Entonces vio a su madre toda resplandeciente,
adornada con una preciosa vestidura, con un
aspecto de maravillosa majestad y seguida de un
coro numeroso. Margarita comenzó a cantar. Su
canto de amor a Dios, de una inefable dulzura,
inundaba el corazón de dicha, elevándolo
nuevamente a las alturas. Era una armonía
expresada como por millares y millares de voces
que hiciesen incontables modulaciones, desde las
más graves y profundas, hasta las más altas y
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