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para remediar las tristes consecuencias de la
necesidad. A la par, siempre estaba a punto para
predicar ejercicios espirituales, triduos,
misiones y novenarios. Las cárceles, los
hospitales, y muchas instituciones religiosas, la
juventud estudiantil y los cuarteles militares
fueron testigos de su celo y su caridad. Fue un
verdadero cooperador e imitador de don Bosco.
Pero tantos trabajos lograron minar su salud;
algunos amigos le aconsejaron moderación y
cuidados, pero él respondía:
-Un buen artesano no debe dejar para mañana lo
que puede hacer hoy.
Contrajo, pues, una larga y dolorosa
enfermedad, que soportó con heroica paciencia y
que tronchó su vida, después de haber recibido con
extraordinaria edificación los últimos
sacramentos. Los chicos del Oratorio de San Luis
acompañaron su féretro al camposanto, y el trece
del mismo mes quiso don Bosco que, unidos a los
compañeros del Oratorio de Valdocco, celebraran en
su capilla ((**It5.559**)) un
solemne funeral, con muchas comuniones, en
sufragio de su alma. Armonía publicaba el veinte
de noviembre una hermosa noticia necrológica del
teólogo Rossi, escrita probablemente por el mismo
don Bosco.
Fue ésta una pérdida muy dolorosa para él sobre
todo, porque no encontraba quién pudiera
sustituirlo. Por eso, durante un año entero, no
hubo director fijo en el Oratorio de San Luis. Don
Bosco enviaba los días de fiesta un clérigo a
Puerta Nueva, el cual se las arreglaba durante la
semana para encontrar algún sacerdote de la ciudad
que fuera a confesar, celebrar la misa y predicar
por la mañana y, a veces, otro para la plática y
funciones de la tarde. Don José Cafasso mandaba,
de cuando en cuando, algún alumno de la Residencia
Sacerdotal. Es digno de especial mención uno que
se prestó asiduamente, el reverendo Demonte. Por
su edad y poca facilidad de palabra, no podía
confesar ni predicar, pero celebraba la santa
misa, organizaba la catequesis, y pagaba premios,
instrumentos de juego y hasta objetos para la
iglesia. Era un santo sacerdote, muy rico, que
perdió algo más tarde todos sus bienes, por
haberse prestado a garantizar a unos parientes.
Pero ni riquezas ni pobreza le robaron jamás la
tranquilidad de espíritu, el amor a Dios, su
adhesión al Oratorio y el deseo de socorrer al
prójimo.
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