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el despacho del prefecto y el taller de sastrería.
Las clases cambiaban de lugar según la necesidad.
En la tercera planta, sobre la capilla de la
Virgen, estaba la clase de canto del clérigo
Cagliero, sobre cuya puerta mandó escribir don
Bosco a Reano en 1859: No impedias musicam (No
impidas la música). A continuación, siempre por la
parte del mediodía, la clase de música
instrumental, la despensa, la enfermería, la
habitación de mamá Margarita y sus colaboradoras
y, al fondo, una amplia estancia para ropería y
lencería de la comunidad. El resto de la casa, al
norte, lo ocupaban los dormitorios y el desván, en
el que había, al sur, una hilera de celditas para
los maestros y algunos clérigos mayores.
En las construcciones de 1853 se dejó, entre
los muros de los cimientos, un macizo de tierra
que duró por algún tiempo; pero en las de este año
excavaron los sótanos, y se obtuvo, al sur, el
comedor de los superiores y, al norte, otro mayor
para los muchachos y la cocina.
((**It5.541**)) Ahora
bien, muchas de estas dependencias no eran
habitables por la excesiva humedad de techos y
paredes; pero urgía la necesidad de que lo fueran
pronto. Se echaba encima el invierno: >>qué hacer?
Don Bosco no se asustó. Como le dolía demasiado
tener que dejar por más tiempo abandonados y en la
miseria a muchos pobres jovencitos que ya había
inscrito, alcanzó, merced a su habilidad, lo que
en vano hubiera esperado de la naturaleza. Hizo
preparar unos grandes braseros, y ordenó que se
mantuvieran encendidos a fuego vivo en las nuevas
dependencias, día y noche, a fin de que se secaran
las paredes cuanto antes, y así se pudiera dormir
en ellas sin ningún peligro para la salud.
La operación salió bien, pero fue menester la
evidente protección de María Santísima para
impedir una gran desgracia. En una habitación
próxima al campanario estuvo ardiendo durante
quince días un gran recipiente de hierro cargado
con carbón de piedra. La ventana estaba ajustada
herméticamente y la puerta casi siempre cerrada.
Pues bien, algunos muchachos inexpertos, desoyendo
las advertencias de los superiores, se metían allí
por la mañana para calentarse, puesto que hacía
mucho frío, y otros, por el mismo motivo llevaron
allá su colchón y durmieron algunas noches con
toda tranquilidad. Fue un verdadero milagro que,
tanto unos como otros, no sintieran el menor dolor
de cabeza, en medio de una atmósfera asfixiante,
que era imposible aguantar unos minutos sin morir.
Ante este grave peligro y otros motivos de
obligatoria vigilancia,
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