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Valdocco por carta del secretario José
Bongiovanni, la cual se leyó el tercer domingo de
julio ((**It5.512**)) en otra
conferencia tenida en el Oratorio bajo la
presidencia de don Víctor Alasonatti.
También don Bosco, pendiente siempre de sus
alumnos, escribió una carta al P. Alasonatti, en
la que hacía dos preguntas a todos los de la casa
y prometía un bonito regalo a los que acertaran
con la respuesta. Eran éstas:
1.->>Qué importancia tiene que Dios haya dado
al hombre una sola alma?
2.->>Cómo se llama el que no se cuida de
salvarla?
Escribió otras cartas desde aquel santuario,
pero no hemos podido hacernos más que con la
siguiente:
Queridísimo Cagliero:
También yo deseo que te dediques al piano y al
órgano, pero como quiera que la clase de
metodología está muy en armonía con los estudios
filosóficos que cursas, y siendo además cosa de
sólo un par de meses, deseo que prefieras la
metodología, dedicando al piano el tiempo que
ahora buenamente puedas; ya suplirás su falta
después del examen.
Procura disminuir el número de enemigos,
aumentar el de los amigos y hacerlos a todos
amigos de Jesucristo.
Quiéreme en el Señor y que tengas siempre
abierto el cielo.
San Ignacio de Lanzo, 23 de julio de 1856
Tu afmo.
en Jesucristo
JUAN
BOSCO, Pbro.
Para mejor comprender esta carta, es preciso
recordar que don Bosco había comprometido a los
clérigos a dedicarse durante las vacaciones al
estudio de materias necesarias para aprender a dar
clase, con el fin de presentarlos a examen para
alcanzar el diploma de maestros. El profesor
Rossio se encargaba de prepararlos.
Así, pues, él escribía, consultaba a don José
Cafasso acerca de los conocidos proyectos que le
preocupaban y esperaba el momento de volver al
Oratorio. Mas parecía que un genio maléfico
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intentaba de cuando en cuando acabar con una
existencia consagrada a la gloria de la Iglesia.
Amanecía el veinticinco de julio, último día de
ejercicios, destinado a la vuelta a Turín. A las
tres de la mañana estaba el cielo encapotado. Don
Bosco se hallaba en el corredor de la casa del
Capellán, donde se alojaba, cerca de una puerta
acristalada, que daba a la galería. La puerta
estaba cerrada y asegurada con una tranca de
madera. De repente retumbó por los aires un trueno
espantoso; saltó la
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