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aquellos pobres engañados por las malas artes de
Grignaschi. Eran éstas dos parodias que
provocarían desprecio y horror si no fuera por la
conmiseración a que movían aquellos pobres
lugareños, tan vulgarmente embaucados por un
desvergonzado impostor. También el Padre Eterno
vestía y hablaba con la intención de que se le
tuviera por el que su supuesto nombre significaba.
Don Bosco esperaba. No tardó en comparecer en
la estancia un hombre viejo, de alta estatura, de
formas hercúleas, con una barba negra que le
llegaba al pecho, con un par de zuecos en los
pies, de extrañas maneras y con un sombrero de
medio metro en la cabeza. Sostenía un libro bajo
el brazo y caminaba con prosopopeya y arrogancia
sorprendentes. Aquel tipo ciertamente podía
asustar a cualquiera que se lo encontrara de
noche, sin haber sido advertido. Hablaba siempre
en versos pareados. Presentóse, pues, a don Bosco
y exclamó:
-Aquí estoy por que he venido y nadie me ha
precedido.
->>Y quién es usted?
((**It5.418**)) -Sí, yo
soy el Padre Eterno
y no le temo al infierno.
->>Y sabe usted quién soy yo?
-Sí que lo sé: le conozco:
es el famoso don Bosco.
Había que dominarse para no reír ante aquel
tunante.
->>Qué tiene usted en ese libro?
Lo abrió. En cada página había una pintura con
curas que golpeaban a diablos y diablos que
golpeaban a curas; con demonios a caballo de
hombres y al contrario. Diablos vestidos de curas,
de obispos, de papa. Cada grabado llevaba su
correspondiente epígrafe. El tipo aquel seguía
volviendo hojas y más hojas. Cuando don Bosco vio
que empezaban los dibujos inmorales dijo:
-Basta, ya he visto bastante, vamos a hablar en
serio: usted me parece un hombre juicioso que sabe
discurrir. Estoy seguro de que, si le preguntase
quién le ha creado, contestaría que le ha creado
Dios.
-Que me haya creado Dios
no lo debo pensar yo.
-Dejemos por un momento estas extravagancias,
empezó a decir don Bosco; recuerde que el tiempo
vuela y que se acerca la muerte. La misericordia
de Dios tiene un límite, si el pecador se obstina.
A toda advertencia, el tipo aquel se quedaba
con la última palabra y formaba sus dos versos
pareados, sin gracia y sin sentido.
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