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deseos de los buenos. Don Bosco había quedado con
el párroco Melino en ir a predicar a su pueblo las
verdades eternas, juntamente con el canónigo de la
catedral de Turín, Borsarelli de Riffredo.
Consciente, sin embargo, de la dificultad e
importancia de la misión, cuenta monseñor
Cagliero, empezó ante todo por rezar él mismo y
encomendarse a las oraciones de sus muchachos y de
varios institutos religiosos.
La segunda semana de enero llegaron a Viarigi
los dos predicadores. Los esperaba todo el pueblo,
formado a ambos lados del camino. Pero algunos, en
actitud hostil, murmuraban entre ellos, tan alto
que pudieron oírlo los misioneros:
-Dirán cosas muy bonitas, pero no están
inspirados.
-Vienen a comer a nuestra cuenta.
-Ya pueden volver por donde han venido.
-Predicarán a los bancos, porque nadie irá a
oírlos.
Hay que saber que, apenas corrió por pueblo la
noticia de que se había organizado la misión, los
jefes de la secta ((**It5.415**)) se
reunieron en conciliábulo para decidir cómo habían
de conducirse en aquella circunstancia. Se acordó
que ningún afiliado acudiría a la iglesia y
obligaría a lo mismo a sus dependientes;
proyectaron además organizar un baile o una velada
musical, durante la misión.
Contrataron los músicos y se dispuso todo para
el éxito de su maligna intención. Hasta hubo
padres de familia que propusieron que los más
ricos se invitaran mutuamente unos a otros y
convidaran a su mesa a los partidarios más pobres.
Entraron los dos misioneros en la iglesia, en
la que no había mucha gente. Pero se enteraron de
que ya ocupaba un puesto la famosa criada de
Grignaschi, Lana, la Virgen Roja, que, puesta en
libertad por la justicia, después de haber
cumplido su pena, había vuelto a aquel municipio.
Había ido atraída por la curiosidad, para escuchar
qué dirían los predicadores.
Don Bosco subió al púlpito a predicar la
plática de introducción. Echó un vistazo al
minúsculo auditorio y, sin desanimarse, puso su
confianza en Aquél que mueve el corazón de los
hombres. Empezó a hablar. Alegróse con los que
habían acudido y de sus buenas disposiciones;
animóles a perseverar en su buen propósito y les
invitó a que llevaran a la iglesia a cuantos
pudieran.
Como es costumbre, tocó el punto gravísimo de
aprovechar la misericordia del Señor, que se les
ofrecía, para que Dios no les castigara no
volviendo a darles tiempo para aprovecharla en
otra ocasión. Y que había razón para temer que
Dios echara mano ((**It5.416**)) de
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