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diócesis; y aún más, gracias a una recomendación
suya especial, conseguí que el Arzobispo Fransoni
me concediera un patrimonio eclesiástico>>.
No se resentía por estas deserciones, nos contó
el canónigo Anfossi; bendecía a los que se
despedían de él, para que siguieran por el camino
de la virtud e hicieran el bien a las almas. Y
agregaba el canónigo Ballesio:
<>Sin embargo, no se debe callar la amargura
que le causaron ciertos desengaños. Le sentaron
muy mal los abandonos de muchos a quienes había
colmado de atenciones, con los que había gastado
cuantiosas sumas para que consiguieran títulos
oficiales con el compromiso, al menos implícito,
de quedarse con él. Y algunos se lo debían todo a
él: ciencia, bienestar, distinciones y hasta su
condición social. A don Bosco le dolía la
ingratitud como algo malo por sí mismo, pero no se
quejaba de ello y, si alguna vez exteriorizaba su
disgusto, lo hacía con toda resignación a la
voluntad de Dios y para advertir a ciertos
espíritus débiles y volubles en sus propósitos.
Pero aún en estos casos, el seguía amando a los
ingratos, invitándoles a que fueran a verle en el
Oratorio y siendo su bienhechor, cuando era
menester>>.
Recordaba con frecuencia a los que habían
vuelto a sus diócesis y habían alcanzado el
carácter sacerdotal. Decía muchas veces:
-íCuánto me satisface que aquellos hijos míos
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trabajan en el ministerio sacerdotal vengan alguna
vez a verme para convencerme de que continúan por
el buen camino!
Y cuando iban, los recibía con gozo y, si a
mano venía, les recordaba los avisos que les daba
de niños. Comentaba en ocasiones la
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