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importa; siempre es un gran tesoro que se regala a
la ((**It5.397**)) Iglesia
de Jesucristo. No se rechace nunca por falta de
medios a un joven que da buenas esperanzas de
vocación. Vended cuanto tenéis y, si es preciso,
id a pedir limosna, y, si a pesar de todo no
solucionáis vuestro problema, no tengáis miedo,
estad seguros de que la Santísima Virgen os
ayudará, si fuera el caso, hasta con un milagro>>.
Esta era su norma de conducta. Su corazón fue
como el de Salomón: Sicut arena quae est in
littore maris (inmenso como la arena de las
playas). Había que encontrar los medios para los
oportunos locales, para los estudios, la
manutención, y el vestido, para el título de
ordenación in sacris y más tarde también para el
rescate del servicio militar. Y él lo solucionaba
todo, iba a limosnear para sus queridos alumnos,
seguro de que no podría emplear mejor los tesoros
que la Divina Providencia le confiaba. El más vivo
deseo de toda su vida fue el de formar muchos
santos sacerdotes. Centenares de ellos tuvieron,
durante cerca de diez años de estudios hasta las
órdenes sagradas, todo lo que necesitaron. Como
también lo tuvieron los millares de jóvenes que,
así mismo cursaron gratuitamente, o casi tal, los
cuatro o cinco cursos de latín hasta su entrada en
el seminario.
Mientras estos muchachos estaban en el
Oratorio, él mismo se cuidaba de ellos con todo
interés, y en su educación manifestó sus
excepcionales dotes, y al propio tiempo imprimió
un notable impulso a los estudios eclesiásticos.
Y si bien, al principio, los mandaba a las
clases de don Mateo Picco y del señor Bonzanino,
procuraba que por la mañana o por la tarde
tuvieran en el Oratorio repaso de italiano, latín,
aritmética, historia, asignaturas que, a veces, se
sucedían la una a la otra, dividiendo a los
alumnos en varias secciones según ((**It5.398**)) su
capacidad. Al mismo tiempo les animaba a no
desalentarse ante las dificultades de los estudios
y las miserias de la vida. A veces les decía:
-íSi vosotros supierais las penurias que yo
pasé para llegar a ser seminarista! Siempre
necesité de todo y de todos para ir adelante.
Y gracias a sus exhortaciones, el deseo de
estudiar se convirtió en ellos en auténtica manía,
como veremos a lo largo de estas memorias. Manía
que don Bosco sabía templar, lo mismo que regulaba
los juegos y las prácticas de piedad. Los unos no
distraían demasiado y las otras no hacían
antipática la devoción. Y así los alumnos del
Oratorio se distinguían de los de otras
instituciones por su habilidad y sus hábitos
religiosos.
Aquellos jóvenes se convertían en poderoso
reclamo para despertar nuevas vocaciones. Cuando
ya bien instruidos, volvían a su
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