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((**Es5.281**)((**It5.388**)) CAPITULO XXXIII DON BOSCO PROVEE DE CLERO A LAS DIOCESIS EL año 1855 dejaba tras sí un montón de males que parecían sin remedio. Tristes eran las condiciones del clero en el Piamonte. Centenares de seminaristas habían colgado los hábitos. Las diócesis habían cerrado los seminarios o los tenían casi desiertos. La irreligión, las malas costumbres, las educación torcida, el odio contra la autoridad eclesiástica, azuzado por la prensa, los sacerdotes públicamente deshonrados, encarcelados y confinados, el desaliento universal de los buenos, cierta desconfianza esparcida entre las familias, para permitir que sus hijos siguieran el camino del Santuario, habían mermado tanto las vocaciones entre los jóvenes, que ninguno o muy pocos aspiraban a la carrera sacerdotal. Cuanto Miguel Rúa vistió la sotana, en 1852, en Turín no había más que diecisiete seminaristas. Durante su primer curso de filosofía, sólo dos más iban con él a clase en el Seminario; y durante el segundo curso tuvo un solo condiscípulo. ((**It5.389**)) Para colmo de desgracias, varias de las diócesis más importantes estaban privadas de Pastor y otros obispos no contaban con medios para atender gratuitamente a la enseñanza y manutención de cierto número de muchachos que podían ser reacios a la llamada o que debían ser probados y por lo mismo elegidos entre muchos. Pero don Bosco, con su maravillosa prudencia, había previsto desde el comienzo de la revolución el vacío que fatalmente se produciría en el clero secular, tanto más cuanto que la ley de supresión de conventos asestaba un golpe terrible a los sacerdotes y religiosos. Proveer a la penuria de vocaciones parecía, pues, una empresa humanamente imposible. Pero él tenía la impresión de haber recibido de Dios el encargo de remediar las urgentísimas necesidades de su (**Es5.281**))
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