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((**Es5.254**) con el Santísimo Sacramento. Don Bosco se cansaba, pero recogía una buena cosecha de almas. El grueso de la tropa partía de Turín por la mañana del sábado, anterior a la fiesta del Rosario; la víspera leía don Víctor Alasonatti la lista de los afortunados. Estos, que cada año aumentaban en número, iban a pie, pasando por Chieri. Dos de ellos llevaban a cuestas las decoraciones para el teatro, y otro una mochila con las partituras de la música. Como quiera que no todos los muchachos tenían la misma edad, ni la misma resistencia, unos se presentaban en I Becchi a una hora y otros a otra. Algunos llegaban juntos en grupo, y más de una vez hubo quien se personó ya entrada la noche. Por los primeros tiempos, alguien poco conocedor de aquellos caminos, más imaginarios que reales, no compareció hasta la ((**It5.350**)) mañana siguiente, ya que los buenos aldeanos, al encontrarlo perdido, se lo llevaron a su propia alquería a descansar. Cuando habían llegado todos, se buscaba el momento oportuno para saludar a don Bosco, el cual manifestaba gran satisfacción al verlos, y les hacía contar las peripecias del viaje, que ellos describían entre carcajadas y jolgorio. Les acompañaba después a cenar y siempre había quien se dormía sentado a la mesa. José, el hermano de don Bosco, tenía preparado un camaranchón, que antaño servía de granero, con el piso cubierto de paja: daba a cada uno una sábana limpia y, acompañados por los asistentes, subían al lugar preparado. También se convertían en dormitorio otras habitaciones de la casa, de suerte que todos encontraban un lecho, si no mullido, sí suficiente. Después de las oraciones, se guardaba riguroso silencio; nadie se movía hasta la mañana, salvo alguno más fervoroso que, al despertar, se levantaba y se ponía a rezar de rodillas allí mismo. El domingo se concentraba en I Becchi una gran multitud de los caseríos vecinos y en particular de Castelnuovo. Era una auténtica fiesta popular. Por la mañana se celebraba la misa de comunión general, a veces precedida y seguida de las misas que celebraban los sacerdotes que iban con don Bosco. Al principio, se tocaba un pequeño armonio que se llevaba de Turín. A las diez se cantaba la misa solemne, oficiada generalmente por el buen párroco, teólogo Cinzano, que aquel día comía con don Bosco. Como la capilla era demasiado pequeña, los músicos y el pueblo se quedaban fuera, en la era. Allí mismo se ponía una cuba boca abajo ((**It5.351**)) que servía de púlpito al predicador para cantar las glorias del Santo Rosario. Después de la bendición de la tarde, subía Gastini a aquel púlpito, y (**Es5.254**))
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