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con el Santísimo Sacramento. Don Bosco se cansaba,
pero recogía una buena cosecha de almas.
El grueso de la tropa partía de Turín por la
mañana del sábado, anterior a la fiesta del
Rosario; la víspera leía don Víctor Alasonatti la
lista de los afortunados. Estos, que cada año
aumentaban en número, iban a pie, pasando por
Chieri. Dos de ellos llevaban a cuestas las
decoraciones para el teatro, y otro una mochila
con las partituras de la música. Como quiera que
no todos los muchachos tenían la misma edad, ni la
misma resistencia, unos se presentaban en I Becchi
a una hora y otros a otra. Algunos llegaban juntos
en grupo, y más de una vez hubo quien se personó
ya entrada la noche. Por los primeros tiempos,
alguien poco conocedor de aquellos caminos, más
imaginarios que reales, no compareció hasta la
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siguiente, ya que los buenos aldeanos, al
encontrarlo perdido, se lo llevaron a su propia
alquería a descansar.
Cuando habían llegado todos, se buscaba el
momento oportuno para saludar a don Bosco, el cual
manifestaba gran satisfacción al verlos, y les
hacía contar las peripecias del viaje, que ellos
describían entre carcajadas y jolgorio. Les
acompañaba después a cenar y siempre había quien
se dormía sentado a la mesa. José, el hermano de
don Bosco, tenía preparado un camaranchón, que
antaño servía de granero, con el piso cubierto de
paja: daba a cada uno una sábana limpia y,
acompañados por los asistentes, subían al lugar
preparado. También se convertían en dormitorio
otras habitaciones de la casa, de suerte que todos
encontraban un lecho, si no mullido, sí
suficiente.
Después de las oraciones, se guardaba riguroso
silencio; nadie se movía hasta la mañana, salvo
alguno más fervoroso que, al despertar, se
levantaba y se ponía a rezar de rodillas allí
mismo.
El domingo se concentraba en I Becchi una gran
multitud de los caseríos vecinos y en particular
de Castelnuovo. Era una auténtica fiesta popular.
Por la mañana se celebraba la misa de comunión
general, a veces precedida y seguida de las misas
que celebraban los sacerdotes que iban con don
Bosco. Al principio, se tocaba un pequeño armonio
que se llevaba de Turín. A las diez se cantaba la
misa solemne, oficiada generalmente por el buen
párroco, teólogo Cinzano, que aquel día comía con
don Bosco. Como la capilla era demasiado pequeña,
los músicos y el pueblo se quedaban fuera, en la
era. Allí mismo se ponía una cuba boca abajo
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servía de púlpito al predicador para cantar las
glorias del Santo Rosario. Después de la bendición
de la tarde, subía Gastini a aquel púlpito, y
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