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-Tenga la bondad de mirar atentamente, porque
en esta casa tiene que haber una enferma.
Ante la extraña insistencia, aquel hombre se
avino a dar una vuelta por su casa. Acompañado del
jovencito, pasó de una a otra estancia, hasta que
llegó al escondido chiribitil. Y allí se encontró,
con dolorosa sorpresa, a aquella pobre mujer
acurrucada, al borde de la muerte. Creía el dueño
que la tarde ((**It5.344**))
anterior, como de costumbre, se había marchado a
su casa, mientras que, habiendo subido quizás a
descansar un poco, había caído víctima del cólera
sin que nadie se enterara, y sin fuerzas para
pedir socorro. Se llamó inmediatamente a un
sacerdote, quien, después de confesarla, le
administró la Extremaunción y la vio expirar con
el beso del Señor.
En tanto, una nueva desgracia turbaba a la casa
real. En el mes de septiembre acometió a Su
Majestad una fiebre altísima, con artritis aguda,
extendida a muchas articulaciones. La enfermedad
fue gravísima y puso a todo el reino en congoja;
pero como Dios quiso, la enfermedad se resolvió en
una erupción miliar que siguió su curso normal, y
el Soberano se restableció poco a poco. Pero el 27
de septiembre se vio obligado a delegar en el
príncipe Eugenio de Saboya-Carignano para que
atendiese en su nombre los asuntos de urgencia,
firmando los decretos reales.
La ley emanada contra los conventos seguía
dando amargos frutos, porque no se había escuchado
la voz de un súbdito fiel que por amor a su Rey,
había puesto en peligro la libertad, el Oratorio y
la misma vida. Con todo, los ministros no hicieron
nada en su contra, porque les importaba mucho el
silencio sobre aquella cuestión.
Encontraron, sin embargo, una especie de
represalia, y casi por ironía, quisieron que
aceptara una parte de los bienes arrebatados a los
conventos.
Un buen día Camilo Cavour envió al Oratorio
como regalo dos grandes carros, cargados de ropa
blanca confiscada en el convento de los dominicos.
Aunque don Bosco se encontraba entonces en graves
aprietos, ordenó que los carros permanecieran en
el patio y que nadie tocara aquella mercancía.
Mandó recado ((**It5.345**)) al
Superior de los Dominicos preguntándole qué se
podía hacer. Y le respondieron:
-Entregue la ropa a quien yo envíe a recogerla.
Llegó el emisario, y don Bosco hizo que
volvieran a enganchar los mulos a los carros y los
mandó a donde el Padre Superior había indicado.
Otro día llegó un carrito con libros robados a
los Capuchinos, y
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