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sentiría mayor dolor que el que pasaba, se sentó
y, de un tirón, le arrancó la muela. El dentista
empleó toda la delicadeza que pudo, pero don Bosco
se desmayó y hubo que aplicarle un remedio para
que volviera en sí.
Salieron, tornaron a casa y fue mermando el
dolor hasta desaparecer del todo. También estaba
curado el muchacho.
Su generosa caridad viose ciertamente premiada
con el señalado don de las curaciones, que le
acompañó hasta el fin de sus días: don Juan
Turchi, testigo presencial, cuenta, en un
manuscrito de los primeros tiempos, diversos
hechos maravillosos de todo género, operados por
don Bosco. Asegura que tuvo muy en cuenta las
fechas y la exactitud de lo que narra, prefiriendo
saltarse cosas verdaderas, pero inciertas, antes
que consignar las dudosas, aunque hubieran
sucedido, con detrimento de la verdad.
La misma norma hemos seguido nosotros en los
volúmenes precedentes y la seguiremos a lo largo
de nuestra narración, particularmente cuando se
trata de curaciones, poniendo siempre el año en
que sucedieron. Por ahora nos limitaremos a dos.
Antes del 1850, hubo un muchacho que
frecuentaba el Oratorio festivo, el cual enfermó
de una pierna. De tal forma le supuraban las
heridas, que causaban repugnancia por el pus que
de ellas salía. Amenazaba la gangrena. Sus padres
llamaron a don Bosco, que acudió enseguida. Con
pena le contaron cómo los médicos hablaban de
amputarle la pierna.
-No, les dijo don Bosco, no lo hagan. Tengan fe
y no lo hagan.
((**It5.16**)) Invitó
después al muchacho a que hiciera unas promesas, y
lo bendijo, invocando a San Luis Gonzaga y a Luis
Comollo. A la mañana siguiente llegó el médico,
examinó la pierna y la encontró curada, aunque
todavía estaban las heridas.
El muchacho se levantó y le siguió doliendo la
pierna, pero sólo con los cambios atmosféricos.
Poco tiempo después dejó de cumplir sus promesas y
volvió a recaer como antes. Don Bosco fue a
visitarlo e intuyó enseguida el motivo de la
recaída. Entonces le hizo renovar las promesas,
bendíjole otra vez y el joven sanó.
Una tarde invernal de 1853 se acostó el
estudiante J. Turco con una fiebre altísima.
Sentía malestar general, unas conmociones tan
fuertes que se revolvía en todas las posturas,
pero en ninguna encontraba alivio, y gemía y se
lamentaba llorando. Informaron a don Bosco, el
cual fue solito a verlo después de cenar, mientras
los demás alumnos estaban de recreo y en ensayos
de canto. Con sus suaves modales le calmó, le
insinuó que tuviera mucha fe en San Luis y
que(**Es5.25**))
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