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Mi querido padre:
Tengo una noticia muy interesante que
comunicarle, pero antes le doy las mías. Gracias a
Dios, he seguido bien hasta el presente y gozo de
perfecta salud, como espero le suceda a usted y a
toda la familia. Mis estudios van viento en popa y
don Bosco está cada día más satisfecho de mí. La
noticia es que he podido pasar una hora a solas
con don Bosco (hasta ahora no había llegado a
estar nunca más de diez minutos con él). Le hablé
de muchas cosas, entre otras, de una asociación
para asegurarnos contra el cólera. El me dijo que
la enfermedad estaba apenas empezando y que, de no
ser por el frío a punto de llegar, constituiría un
gran desastre. Me ha hecho socio de una compañía
suya, que consiste en rezar. Le hablé también de
mi hermana, como usted me lo encargó, y me dijo
que se la presente usted cuando el vaya a I Becchi
para la fiesta de la Virgen del Rosario; así podrá
hacerse cargo de su capacidad para los estudios y
demás cualidades. Así que, usted verá lo que
convenga hacer. Por lo demás, no me queda sino
saludarle a usted y a toda la familia, a mi
maestro don José Cugliero, y también a Andrés
Robino y a mi amigo Domingo Savio de Ranello.
Siempre suyo.
Turín, 6 de septiembre de 1855
Afmo. y amantísimo hijo
DOMINGO SAVIO
((**It5.343**)) Los
muchachos de Valdocco celebraron con toda devoción
la fiesta de la Natividad de la Virgen María. Fue
amenizada con una sencilla velada, en la que se
presentaron al Prefecto don Víctor Alasonatti
algunos sonetos clásicos que cantaban el celestial
acontecimiento. Pero la satisfacción más grande de
don Bosco aquel día se la proporcionó un hecho
singular y casi prodigioso.
Una pobre y buena señora iba a trabajar a una
casa de la calle Cottolengo, cerca del Instituto
del Refugio. Allí permanecía durante toda la
jornada y sólo raras veces volvía de noche a su
casa. Para su comodidad, el amo dejaba a su
disposición un oscuro tabuco junto al desván,
donde ella guardaba sus pertenencias y tomaba
algún descanso. Pues bien, el 8 de septiembre,
Domingo Savio se presentó allí y preguntó al
dueño:
->>Hay aquí alguna persona con el cólera?
-No, gracias a Dios aquí no hay ninguna,
respondió aquél.
-Y, sin embargo, replicó el jovencito, aquí
tiene que haber un enfermo grave.
-Perdón, amiguito, terminó el dueño, habrás
equivocado la casa; porque aquí, a fe mía, todos
estamos sanos y fuera de la cama.
Ante negativa tan rotunda, nuestro muchacho
salió de allí un momento, dio una mirada en
derredor, volvió a entrar y dijo al dueño:
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