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E insistía en marcharse.
Diéronse cuenta aquellas damas de su falta de
modestia, se sonrojaron y, abochornadas, fueron a
buscar chales, pañuelos u otros trapos con que
cubrirse. Luego volvieron arropadas y rogaron a
don Bosco, que ya estaba en la escalera, las
perdonara y entrase.
-Ahora sí, respondió sonriendo; así va bien.
Y se quedó, con agrado de los comensales. Las
dos señoras no se quitaron durante toda la comida
sus improvisados atuendos.
Por lo demás, don Bosco tenía siempre una buena
palabra para bien de las almas, allá donde fuera.
Estaba un día comiendo en casa de los condes de
Camburzano. Había, entre los invitados, un
valiente general retirado. Nunca habían preocupado
mucho al veterano soldado los asuntos religiosos y
era, por lo mismo, más bien frío en lo tocante a
piedad. Don Bosco, después de haber hablado
largamente con el Conde, la Condesa y con el mismo
general, iba ya a marcharse, cuando éste, que
durante toda la comida no le había quitado la
vista de encima, impresionado vivamente por su
modo de obrar, se le acercó y le dijo:
((**It5.333**)) -Dígame
una palabra para conservarla como recuerdo de su
visita.
-Señor general, respondió atentamente don
Bosco, rece por mí, para que el pobre don Bosco
salve su alma.
->>Yo rezar por usted?, exclamó el general,
sacudido por la inesperada recomendación. Mejor
será que me dé un buen consejo.
-íRece por mí!, repitió don Bosco. Como usted
ha visto, todos los que me rodean se imaginan que
estoy a punto de ser colocado en los altares. No
se dan cuenta de su engaño y de que yo soy un
pobrecillo. íAy!, al menos usted ayúdeme a salvar
el alma.
Insistió el general por tercera vez y don
Bosco, que con estas palabras le había preparado
el corazón, concluyó:
-Este es mi consejo: piense también usted en
salvar su alma.
-Gracias, don Bosco, exclamó aquel señor;
gracias por sus palabras. Sí, señor, en lo
sucesivo quiero rezar y rezaré también por usted;
pero acuérdese de mí.
-íAh!, decía algún tiempo después; sólo don
Bosco podía darme aquel consejo, sólo él podía
hablarme con tanta amabilidad y franqueza.
Y, en efecto, el consejo produjo en su alma
saludables frutos. No tardó en ordenar el asunto
de su salvación eterna con tal sinceridad y tal
sensatez que fue la admiración y la alegría de
todos sus amigos.
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