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Así de grande era en él la virtud de la
paciencia. Sus ocupaciones eran tantas que le
reclamaban todos los minutos del día. Sin embargo,
a las comidas muy alargadas, seguían las dilatadas
conversaciones en las salitas donde se tomaba el
café. Todos tenían algo que preguntar a don Bosco,
el cual, siempre amable, no daba señal de
cansancio. Y, sin embargo, debía ejercer un gran
dominio de sí mismo. A propósito de esto contó don
Francisco Cerruti:
<>Después de la comida, pasamos al salón, y uno
de la familia del Conde se puso al piano. Don
Bosco, sentado en el sofá, se volvió a mí y me
dijo bajito:
>>-íYa ves lo que es la vida! Tengo tanto que
hacer, y, sin embargo, heme oyendo música. >>Pero
qué remedio? Si no lo hago así, >>cómo hallar
dinero para comprar pan a nuestros muchachos? Por
otra parte, estos buenos señores se merecen toda
atención por la generosidad que nos dispensan tan
de corazón>>.
Cuando volvía por las tardes a Valdocco, todos
los alumnos pudieron comprobar más de cien veces
cuán arraigado se hallaba en él el hábito de la
templanza y de la mortificación, y ((**It5.323**)) cómo no
hacía distinción entre mesa y mesa. Sentado en el
comedor de la comunidad, comía regularmente y con
buen apetito su cena, y tomaba la pobre y pasada
sopa del Oratorio con la misma satisfacción con
que había paladeado las viandas servidas por los
señores. Jamás se le oyó hablar de la abundancia y
los exquisitos manjares que le habían puesto a la
mesa, de los que, a pesar de su feliz memoria,
ciertamente ya no se acordaba, y solía repetir a
menudo que donde mejor comía era en el Oratorio.
Sólo cuando se le preguntaba, hacía una breve
relación del convite y de la categoría de los
convidados.
Hay que mencionar también otra radiante virtud
atentamente observada y advertida con admiración
en don Bosco por cuantos frecuentaban los salones
y casas señoriales adonde él acudía. Era su trato
amable y cortés con las señoras y sus hijas, unido
a una severa discreción en el porte y las
palabras. Ni una sola vez apareció en él la menor
descortesía, aun en circunstancias en que hubiera
parecido mala educación no aceptar una gracia que
perecía oportuna. Sucedió en alguna ocasión, por
aquellos años y particularmente en los últimos de
su vida, cuando caminaba con dificultad y le
favorecía poco la vista, que la dueña de casa le
rogara se apoyase en su brazo para bajar las
escaleras. Un día, en efecto, don Miguel Rúa, que
le acompañaba, estaba observando a ver cómo se las
arreglaría, seguro
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