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A propósito de esto contaba monseñor Cagliero
una graciosa anécdota.
<((**It5.321**)) la
invitación para ir a comer el mismo día con el
señor conde Radicati y con la señora marquesa
Dovando; con el primero, a las doce y con la
segunda, a las dos de la tarde. Al darse cuenta
don Bosco del yerro sufrido, me dijo con toda la
tranquilidad del mundo:
-No te preocupes, haremos honor a los dos
convites.
En efecto, a las doce nos sentábamos a la mesa
del conde Radicati; se entabló la conversación y,
aprovechando la animación de los comensales, don
Bosco se sirvió muy poca sopa, poca carne y
poquísima fruta. Dejamos a las dos a nuestros
anfitriones y fuimos a casa Dovando. Durante el
camino me decía don Bosco riendo:
-Ahora vamos a acabar nuestra comida; tomaremos
otra mitad de sopa, de carne y de fruta y ya verás
cómo esta noche haremos honor a la cena del
Oratorio.>>
De todo ello resulta fácil deducir lo bien que
sabía esconder su espíritu de mortificación. Y
todo, sin faltar a las reglas de las conveniencias
sociales. Los de al lado le servían vino y él les
dejaba hacer; acercaba el vaso de cuando en cuando
a los labios, sorbía unas gotas y, al fin de la
comida, el vaso seguía lleno. Para no llamar la
atención o disgustar a los señores, se servía algo
de las viandas más finas, pero generalmente no lo
comía, porque tenía a todos tan pendientes de su
conversación que cuando pasaba de nuevo el
sirviente, y quizás a una señal suya, le retiraba
y cambiaba el plato, sin que nadie reparara en
ello.
De ordinario asistía a reuniones familiares,
pero a veces participaba en solemnes banquetes con
motivo de algún fausto acontecimiento. No siempre
todos los invitados eran buenos católicos y había
algunos que no solían tratar con los sacerdotes;
pero don Bosco terminaba siempre convirtiéndose en
el rey de la fiesta. Nada delataba en él al hombre
austero, más bien era el alma de la ((**It5.322**))
tertulia y ninguno se sentía humillado. Aunque
siempre parco, parecía que catara de todo e
invitaba a los comensales a participar
alegremente. Sus graciosas narraciones, sus agudos
donaires, los brindis que hacía, las respuestas
que daba a los augurios que le dirigían, siempre
acompañados de una idea religiosa, resultaban
agradables por la gracia con que los presentaba.
Se oyó muchas veces decir a algunos, muy distantes
de ser gente de iglesia:
-Resulta divertido encontrarse con un curita
santo. Creíamos que santidad y aburrimiento
andaban juntos.
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