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((**Es5.234**) A propósito de esto contaba monseñor Cagliero una graciosa anécdota. <((**It5.321**)) la invitación para ir a comer el mismo día con el señor conde Radicati y con la señora marquesa Dovando; con el primero, a las doce y con la segunda, a las dos de la tarde. Al darse cuenta don Bosco del yerro sufrido, me dijo con toda la tranquilidad del mundo: -No te preocupes, haremos honor a los dos convites. En efecto, a las doce nos sentábamos a la mesa del conde Radicati; se entabló la conversación y, aprovechando la animación de los comensales, don Bosco se sirvió muy poca sopa, poca carne y poquísima fruta. Dejamos a las dos a nuestros anfitriones y fuimos a casa Dovando. Durante el camino me decía don Bosco riendo: -Ahora vamos a acabar nuestra comida; tomaremos otra mitad de sopa, de carne y de fruta y ya verás cómo esta noche haremos honor a la cena del Oratorio.>> De todo ello resulta fácil deducir lo bien que sabía esconder su espíritu de mortificación. Y todo, sin faltar a las reglas de las conveniencias sociales. Los de al lado le servían vino y él les dejaba hacer; acercaba el vaso de cuando en cuando a los labios, sorbía unas gotas y, al fin de la comida, el vaso seguía lleno. Para no llamar la atención o disgustar a los señores, se servía algo de las viandas más finas, pero generalmente no lo comía, porque tenía a todos tan pendientes de su conversación que cuando pasaba de nuevo el sirviente, y quizás a una señal suya, le retiraba y cambiaba el plato, sin que nadie reparara en ello. De ordinario asistía a reuniones familiares, pero a veces participaba en solemnes banquetes con motivo de algún fausto acontecimiento. No siempre todos los invitados eran buenos católicos y había algunos que no solían tratar con los sacerdotes; pero don Bosco terminaba siempre convirtiéndose en el rey de la fiesta. Nada delataba en él al hombre austero, más bien era el alma de la ((**It5.322**)) tertulia y ninguno se sentía humillado. Aunque siempre parco, parecía que catara de todo e invitaba a los comensales a participar alegremente. Sus graciosas narraciones, sus agudos donaires, los brindis que hacía, las respuestas que daba a los augurios que le dirigían, siempre acompañados de una idea religiosa, resultaban agradables por la gracia con que los presentaba. Se oyó muchas veces decir a algunos, muy distantes de ser gente de iglesia: -Resulta divertido encontrarse con un curita santo. Creíamos que santidad y aburrimiento andaban juntos. (**Es5.234**))
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