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((**Es5.228**) tenía diploma de profesor, y ni siquiera patente de maestro para la primera elemental. -Yo no soy más que el pobre don Bosco, decía; no tengo más título que el de Capitán de los pilluelos (biricchini). Mas, a la par, se apresuraba a tratar a las personas según los títulos que tenían, prefiriendo, con San Francisco de Sales, abundar en estas demostraciones de respeto y aprecio antes que faltar. Igualmente iba a casa de los señores para resolver asuntos de urgencia en favor de aquellas familias. Su conversación giraba siempre en torno a asuntos serios y edificantes; y no es para dicho el interés y agrado de sus visitas, puesto que en él se cumplía lo que leemos en los libros Sapienciales: Si eres amable en las conversaciones, tendrás muchos amigos. Y por eso se ganaba numerosos amigos para su Oratorio. También allí andaba su pensamiento entre sus muchachos, y lo demostraba a veces ((**It5.313**)) prorrumpiendo en exclamaciones que podían parecer fuera de lugar. Entraba, por ejemplo, en una amplia habitación y decía: -íQué hermosa habitación! íCabrían veinte camas! Pero lo decía siempre con gran delicadeza y prudencia. Era, por tanto, natural que, para satisfacer los justos deseos de quienes afectuosamente le preguntaban, hablara casi siempre de ellos y de lo que por su bienestar hacía. En consecuencia tenía que hablar de sí mismo y a veces de hechos honrosos para él. Pero siempre lo hacía con una naturalidad encantadora y sin darse importancia. Fue don Joaquín Berto, quien oyó decir a la señora baronesa Gabriela Ricci: -Es algo digno de admiración oír a don Bosco cuando habla de cosas extraordinarias que le atañen a él: lo hace como si hablara de otros. Una hermosa escena alegraba a aquellas familias señoriales, si había en ellas niños pequeños. Don Bosco los acogía con cariño, cuando sus madres se los presentaban, sabía decirles palabras de consejo y de alabanza que los animaban a ser cada vez mejores para agradar a Dios y ser el consuelo de sus padres; muchas veces se ponía a jugar con ellos como si fuera uno de sus compañeros. Donde quiera que encontraba chiquillos, hacía lo mismo que en el Oratorio, con gran complacencia de sus buenas madres, que no le dejaban partir sin antes haber obtenido su bendición. Así se lo contaba a don Miguel Rúa, entre otros, la condesa de Bricherasio. Al anuncio de que don Bosco llegaba a una casa, todos los chicos corrían a su encuentro y él sabía alegrarlos con palabras y regalitos, que, de mayores, recordaban con vivo afecto y agradecimiento. (**Es5.228**))
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