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tenía diploma de profesor, y ni siquiera patente
de maestro para la primera elemental.
-Yo no soy más que el pobre don Bosco, decía;
no tengo más título que el de Capitán de los
pilluelos (biricchini).
Mas, a la par, se apresuraba a tratar a las
personas según los títulos que tenían,
prefiriendo, con San Francisco de Sales, abundar
en estas demostraciones de respeto y aprecio antes
que faltar.
Igualmente iba a casa de los señores para
resolver asuntos de urgencia en favor de aquellas
familias. Su conversación giraba siempre en torno
a asuntos serios y edificantes; y no es para dicho
el interés y agrado de sus visitas, puesto que en
él se cumplía lo que leemos en los libros
Sapienciales: Si eres amable en las
conversaciones, tendrás muchos amigos. Y por eso
se ganaba numerosos amigos para su Oratorio.
También allí andaba su pensamiento entre sus
muchachos, y lo demostraba a veces ((**It5.313**))
prorrumpiendo en exclamaciones que podían parecer
fuera de lugar. Entraba, por ejemplo, en una
amplia habitación y decía:
-íQué hermosa habitación! íCabrían veinte
camas!
Pero lo decía siempre con gran delicadeza y
prudencia. Era, por tanto,
natural que, para satisfacer los justos deseos de
quienes afectuosamente le preguntaban, hablara
casi siempre de ellos y de lo que por su bienestar
hacía. En consecuencia tenía que hablar de sí
mismo y a veces de hechos honrosos para él. Pero
siempre lo hacía con una naturalidad encantadora y
sin darse importancia. Fue don Joaquín Berto,
quien oyó decir a la señora baronesa Gabriela
Ricci:
-Es algo digno de admiración oír a don Bosco
cuando habla de cosas extraordinarias que le
atañen a él: lo hace como si hablara de otros.
Una hermosa escena alegraba a aquellas familias
señoriales, si había en ellas niños pequeños. Don
Bosco los acogía con cariño, cuando sus madres se
los presentaban, sabía decirles palabras de
consejo y de alabanza que los animaban a ser cada
vez mejores para agradar a Dios y ser el consuelo
de sus padres; muchas veces se ponía a jugar con
ellos como si fuera uno de sus compañeros. Donde
quiera que encontraba chiquillos, hacía lo mismo
que en el Oratorio, con gran complacencia de sus
buenas madres, que no le dejaban partir sin antes
haber obtenido su bendición. Así se lo contaba a
don Miguel Rúa, entre otros, la condesa de
Bricherasio. Al anuncio de que don Bosco llegaba a
una casa, todos los chicos corrían a su encuentro
y él sabía alegrarlos con palabras y regalitos,
que, de mayores, recordaban con vivo afecto y
agradecimiento.
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