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cuando le vino a la mente una duda. Volvió atrás y
preguntó al confesor:
->>Es usted don Bosco por casualidad?
-Soy don Bosco, contestó el confesor,
sonriendo.
El periodista, conmovido y admirado, se retiró
con las lágrimas en los ojos.
A este hecho sucedióle otro aún más singular.
Estaba don Bosco, la tarde del último día de
ejercicios, dirigiendo como de costumbre el santo
rosario. Se hallaba de rodillas a un lado del
presbiterio: tenía a su derecha el altar y a la
izquierda casi un centenar de señores turineses.
Al acabar el de profundis, de repente paró:
intentó seguir con el responsorio y el Oremus pero
tropezó, tartamudeó y fue incapaz de proseguir.
Parecía haber perdido la memoria, o andar absorto
en un pensamiento dominante.
<>.
Con todo, hubo algunos que manifestaron su
extrañeza de que don Bosco no hubiera sabido
recitar una oración tan corriente. Sus amigos más
íntimos pensaron que en aquel momento él se había
detenido frente a algún espectáculo
extraordinario. Efectivamente así era.
((**It5.304**)) Había
visto aparecer en el altar dos lucecitas. En medio
de la llama de una leíase con claros caracteres:
muerte y en la otra:
apostasía. Las dos llamas salían del altar, como
si se hubieran desprendido de las velas del mismo,
y se dirigían hacia la nave de la iglesia. Don
Bosco se levantó para ver en qué paraba aquello y
vio que las llamitas, girando por encima de la
gente, fueron a posarse, la primera sobre la
cabeza de uno y la segunda sobre la de otro de los
que estaban arrodillados en medio de los
compañeros. El resplandor de las luces hacía
resaltar su fisonomía y don Bosco pudo verlos sin
peligro de equivocarse. Poco después se apagaron
las llamas. Esta había sido la causa de su
distracción.
Al día siguiente, cuando todos subían a las
diligencias, el señor Bertagna, natural de
Castelnuovo, procuró sentarse al lado de don
Bosco, para sonsacarle el imaginado secreto.
También los clérigos
(**Es5.222**))
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