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ellos y les preguntó amablemente por qué no iban a
trabajar, a lo que respondieron que nadie los
quería. Entonces los invitó a seguirle hasta su
casa, donde les proveería de todo y haría que les
enseñaran un oficio. Aceptaron la invitación y don
Bosco, con su caridad y heroica paciencia, libró
al Oratorio de los grandes fastidios de aquella
panda y tuvo la satisfacción de hacerlos unos
buenos obreros. Unos se quedaron allí seis meses,
otros un año, algunos dos y los hubo que
estuvieron cuatro o cinco; pero todos salieron
después de haber sido instruidos en nuestra santa
religión y haber aprendido un oficio para ganarse
la vida. Uno de ellos, vuelto de América mucho
años después, se presentó en el Oratorio
recordando agradecido la caridad que don Bosco
había tenido con él y sus compañeros. Yo ((**It5.302**)) hablé
con él en esta ocasión>>.
Y terminaba así don Miguel Rúa:
<>.
En medio de estas aventuras el año había
llegado a la mitad de julio. Don Bosco, junto con
los clérigos Francesia, Turchi y otros compañeros,
subió a San Ignacio, en Lanzo, para hacer los
ejercicios espirituales. Tomaban parte en ellos
muchos señores de Turín y don Bosco los dirigía,
por encargo de don José Cafasso. Eran numerosos
los cambios de vida que Dios operaba por mediación
de don Bosco, merced a los dones extraordinarios
que había recibido del cielo y a la confianza
general de los ejercitantes que lo buscaban para
confesarse. Baste un hecho por el momento.
Había ido a hacer los ejercicios un periodista
impío, seguramente más para tomarse unos días de
reposo con aquellos aires límpidos, que no para
pensar en su alma. Había escrito y publicado
muchos artículos contra don Bosco, a quien no
conocía personalmente. Durante los primeros días,
ya fuera por haberse mantenido en soledad, ya
fuera por haber alternado con personas que no
conocían a don Bosco, no supo que el hombre de
Dios se hallaba en aquel santuario. Impresionado
por los sermones, determinó confesarse y al ver
que el confesonario de don Bosco era muy
concurrido, también él fue allá. Naturalmente hubo
de manifestar cuál era su profesión y cómo había
faltado en ella. Don Bosco lo escuchó
bondadosamente, le dio los oportunos consejos y le
impuso la penitencia que la conciencia le dictaba.
El se dio buena cuenta de quién era aquel señor, y
éste, encantado de sus caritativas maneras, ni
siquiera ((**It5.303**)) pensó
en preguntar el nombre de su confesor. Besó su
mano, iba a retirarse,
(**Es5.221**))
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