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((**Es5.215**) aumentaban cada día. Ya no había camas en los hospitales; faltaban médicos y medicinas. ílmagináoslo, si podéis! En la parte donde yo me encontraba, no había más remedio que sal marina. Un oficial tomó una onza de esta medicina y en lugar de sentir alivio fue sorprendido por tales dolores que, hecho una furia, se levantó de la cama y echó a correr desesperadamente hasta que cayó muerto. No quiero contaros más casos, porque tales recuerdos renuevan mi dolor, y os duelen también a vosotros, que tenéis un corazón bueno y sensible. Os baste saber que todo producía terror y espanto. Me aseguran que en dos meses murieron cerca de dos mil quinientos de los nuestros. Pero lo que me llevó al colmo de la desolación, fue la muerte de mi jefe. Yo le quería mucho y él a mí también. Le atendí hasta sus últimos momentos. Cuando se dio cuenta de que empezaba a faltarle la palabra, me llamó junto a él y me dijo: -HOMBRE DE BIEN, agradezco tus cuidados; yo no volveré al Piamonte; estoy en los últimos instantes de mi vida. Aquí tienes un saquito de escudos, que es todo el capital que he traído de nuestra tierra; llévaselo a mi familia. Aquí está el dinero ganado con nuestros sudores: la mitad es tuyo; la otra mitad dásela a los soldados que creas lo necesitan más. Vende lo que tenemos aquí, y el producto es para ti. Todos los créditos apuntados en el libro, perdónalos. Yo muero resignado, porque he recibido los auxilios de la religión. Sigue cuidándome hasta que expire. Cuando me hayas dado sepultura, márchate y vuelve al Piamonte a comunicar mi muerte a mis parientes y amigos. Y como aquí no puedo hacer testamento, todo lo mío que lo tome quien tenga derecho a ello según la ley. íHombre de bien!, no me abandones en estos últimos instantes: el cielo te lo pagará: encomienda mi alma al Señor... No puedo continuar. Un ardor interior, unido a una gran opresión de estómago ((**It5.293**)), le arrancó la vida, en medio de dolorosas convulsiones. íImaginad mi triste situación! Era yo el único del servicio, dos compañeros habían muerto ya del mismo mal: tuve que amortajar el cadáver de mi jefe, y sin sacerdotes, sin acompañamiento alguno, lo tomé en mis brazos, lo envolví en una manta y lo enterré yo mismo en una fosa cavada a poca distancia de nuestra tienda. Hecho esto, para confortar un tanto mi afligido corazón, me arrodillé sobre la pobre tumba y recé cinco padrenuestros, cinco avemarías y cinco Requien aeternam por el eterno descanso de mi jefe. LOS FUTUROS DESTINOS DE LA PATRIA Cumplí las últimas ordenanzas de mi jefe y fijé mi partida para el 2 de julio, aprovechando la favorable oportunidad de un barco que salía para Piamonte. La víspera del embarque, avanzada ya la noche, se me presentó un hombre desconocido, que hablaba de modo que se le podía entender. Sus corteses modales y su hablar inspiraban confianza. -Hombre de bien, comenzó diciendo, tú vas a volver mañana a la patria; antes de que te marches, quiero mostrarte una cosa que ciertamente no verás en ningún otro país del mundo. Ven conmigo. ->>Adónde quieres llevarme, le dije, y qué me quieres mostrar? Y el desconocido respondió: -Quiero llevarte a un Mosul (Director), que te revelará los futuros destinos de la guerra y de nuestra patria. (**Es5.215**))
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