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alegría y realce. Los premios consistían
ordinariamente en objetos piadosos, como libros,
cuadros, estatuitas y cosas parecidas. Entre los
objetos expuestos se hallaban también unos
jarrones con flores naturales, frescas y olorosas,
puestas allí para adorno y no para premio. Los
alumnos premiados, primeramente nombrados, tenían
derecho a elegir el objeto mejor y más valioso que
les gustase. Llegó la hora suspirada y, todo
preparado, comenzó la distribución de premios.
El primer nombrado se adelantó entre la
respetable asamblea y escogió el objeto más
querido y hermoso. Quedaban aún muchos otros, tan
preciosos como el anterior; fue nombrado para
elegir su premio el segundo, un muchacho de
acrisoladas virtudes y costumbres angelicales.
Modestamente se adelantó, se paró, reflexionó un
poco qué objeto debía elegir, pero parecía que no
encontrase ninguno de su gusto. Cuando he aquí
que, ante la admiración de todos los presentes,
clavó sus ojos en uno de los jarrones de flores
frescas, se acercó a él, lo tomó satisfecho y,
lleno de alegría, lo llevó a los pies de la
estatua de María en la vecina capilla a ella
dedicada y devotamente festejada durante aquel
mes. Su devoto gesto, candoroso como él en
persona, fue apreciado por la asamblea como
correspondía. Los muchachos, singularmente
conmovidos, premiaron con redoblados aplausos la
devoción del compañero. Su ejemplo fue imitado por
los otros jovencitos, que demostraron aquel día el
amor que albergaban en su corazón hacia la madre
celestial María Santísima.
Y terminó diciendo que el premio que la Virgen
esperaba de ellos era el que mantuvieran siempre
una conducta auténticamente cristiana.
((**It5.281**)) El año
escolar se clausuraba con el ejercicio de la buena
muerte. El muchacho Luis Fumero, muy aficionado a
la música, estaba en la edad del cambio de voz y
como tenía que dejar pronto el Oratorio, fue a
confesarse con don Bosco. Tenía una voz preciosa;
tanto que cuando él cantaba, lo mismo en la
primera iglesia-cobertizo como después en la de
San Francisco de Sales, aquello parecía el
paraíso. Don Bosco le dijo, por tanto, que siempre
que fuera invitado a dar pruebas de su arte
predilecto, tuviera la intención de dar gloria a
Dios; y Fumero le contestó que pidiese él a la
Virgen para que le conservara siempre aquella
delicada calidad de voz, prometiéndole que nunca
la emplearía para canciones profanas, conciertos
mundanos ni teatros. Don Bosco le aseguró que
María Santísima le concedería tan señalada gracia.
Fumero mantuvo su
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