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Domingo Savio escribió estas palabras en un
trozo de papel: íPido que salve mi alma y me haga
santo!
Día señalado por la caridad fue también el de
la fiesta solemne de San Luis, para la cual hizo
litografiar cuatro mil estampas del angélico
joven. Fue nombrado Mayordomo el marqués Fassati,
y el noble señor quiso proporcionar a los
muchachos una alegría extraordinaria. Por la tarde
de aquel día, que coincidió con el primer domingo
de julio, después de la función religiosa, regaló
pan y salchichón para todos los que acudieron al
Oratorio, que, juntamente con los externos,
pasaban de ochocientos. Y como era muy generoso,
quiso que las rodajas de salchichón fueran
grandes; así que era gracioso ver a los muchachos
que, después de recibir su ración, la ponían ante
los ojos y, mirándola, gritaban llenos de júbilo:
No se ve Superga, no se ve Superga.
Es ésta una frase familiar para denotar el
grosor ((**It5.258**)) de una
raja de salchichón o de queso: si al través se ve
Superga, colina al nordeste de Turín, es señal de
que es muy fina y transparente; si no, es prueba
de que es gruesa y opaca y hay donde hincar bien
el diente.
Así era precisamente aquélla con la que les
obsequiaba el buen Mayordomo.
Este y muchos otros actos caritativos,
realizados hoy por uno, mañana por otro caballero
del señorío de Turín, servían de eficaz acicate
para que los chicos externos asistieran a la
catequesis y a las funciones religiosas del
Oratorio. Descubrían en ello el cumplimiento de la
sentencia del Santo Evangelio: Buscad primero el
reino de Dios y su justicia y todo lo demás se os
dará por añadidura. Recibiendo de cuando en cuando
esta añadidura acomodada a su índole, se
entregaban, más a menudo y con más gusto, a las
cosas de Dios y de su alma, se afianzaban poco a
poco en la religión, se fortalecían en la virtud y
se hacían buenos cristianos y honrados ciudadanos.
Pero después de todas estas alegrías llegó un
nuevo contratiempo. El 29 de junio instaba el
Ministro de Instrucción Pública, Juan Lanza, al
Delegado provincial de enseñanza para que urgiera
la ley de los títulos de maestro, por la que se
prohibía enseñar a quien (hombre o mujer) no se
sometiese a un examen y saliera aprobado por el
Gobierno; y no se hicieran en adelante excepciones
para las monjas, cuyas escuelas deberían estar
bajo la inspección de la Autoridad civil. Era un
nuevo obstáculo, y no pequeño, que venía a
molestar y hacer más difícil la dirección y
conservación de los institutos religiosos. Es más,
se prohibía la enseñanza a las monjas,
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