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uno de ellos, canónigo en un pueblo de provincias,
se encontró con don Bosco, en el Rondó de
Valdocco. Don Bosco le saludó, el canónigo
correspondió al saludo y, parándose, le preguntó:
->>Es usted don Bosco?
-Para servirle.
->>Es usted quien ha escrito al Rey unas cartas
atrevidas?
-Sí, soy yo; pero no eran atrevidas, sino tales
como un súbdito fiel está obligado a escribir a su
Rey, para apartarle de un mal paso que va a dar.
->>Y es usted, pues, quien se atreve a imponer
sus opiniones y a dictar leyes, cuando debería
obedecer? Me extraña mucho que se haya atrevido a
tanto.
->>Y ha seguido el Rey mi consejo?
-El Soberano estaba en su derecho. Se trataba
de un privilegio de la Corona.
->>Y habéis reconocido ese derecho al Rey?
-íClaro!
->>Y le habéis aconsejado que lo firme?
-Naturalmente.
-Perdóneme: antes de seguir adelante, quisiera
hacerle una pregunta. >>Ha celebrado la santa misa
esta mañana?
-Eso no tiene nada que ver con cuanto tengo que
reprocharle.
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-Perdone: >>ha celebrado esta mañana o no?
-Sí, he celebrado. >>Y qué?
->>Y se ha confesado antes de celebrar?
-íVaya pregunta! >>Y por qué?
-íCómo! >>Se atreve a acercarse a la sagrada
mesa, sin haber pedido perdón al Señor del injusto
consejo dado al Rey, y sin haber reparado, en lo
posible, los daños y el ultraje que por su culpa
ha recibido la Iglesia?
El canónigo se molestó con aquella
recriminación. Para defenderse sacó a relucir los
argumentos con los que en la Universidad de Turín
se concedía al Rey toda supremacía respecto a
ciertos derechos que justamente reivindicaba la
Iglesia. Don Bosco rebatió una tras otra aquellas
falsas proposiciones y le dejó confundido y
aturdido.
Por el momento el canónigo se marchó muy
disgustado con él, pero pronto se hizo su amigo e
insigne bienhechor y lo fue hasta la muerte. Los
errores aprendidos en la juventud de ciertos
profesores malvados contienen un veneno capaz de
oscurecer las verdades más evidentes.
Don Bosco dirigió otras cartas confidenciales
al Soberano y,
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