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compañía, les hacía razonar y, en resumidas
cuentas, los sacaba de su desaliento y los
consolaba como mejor podía.
Merece recordarse aquí de modo particular una
de sus industrias. Cuando se daba cuenta de que
alguno hacía ya ((**It5.212**)) tiempo
que no se confesaba, el celoso jovencito procuraba
de buenos modos acercarse a él, charlaba o jugaba
en su compañía y continuaba así por algún tiempo;
pero, de pronto, cortaba el hilo de la
conversación, suspendía la partida y decía al
amigo:
->>Me harías un favor?
-Claro que sí. >>Cuál?
-El domingo quiero ir a confesarme; >>me
acompañarás?
Generalmente, por complacerlo, el compañero
respondía que sí.
A Domingo le bastaba aquello y seguía la
conversación o reemprendía la partida. Al día
siguiente hacía lo mismo con otro; así que, el
sábado por la tarde o el domingo por la mañana,
edificaba verle a los pies del confesor, con dos o
tres y, a veces, hasta con siete u ocho jovencitos
de los más reacios a los actos de piedad, llevados
por él a aquel ejercicio religioso. Estos hechos
se repetían con frecuencia y eran de gran provecho
para los compañeros, y de gran consuelo para don
Bosco, el cual solía decir que Domingo Savio
atrapaba más peces en la red con sus juegos que
los predicadores con sus sermones.
Pero Savio no andaba solo en estas santas
empresas; distinguíase otro entre los demás: Juan
Massaglia, óptimo jovencito, de cerca de su
pueblo. Llegaron ambos contemporáneamente al
Oratorio, ambos tenían el deseo de abrazar el
estado eclesiástico y firme propósito de
santificarse.
-No basta, decía cierto día Domingo a su amigo,
no basta decir que queremos abrazar el estado
eclesiástico, es menester tratar de conseguir las
virtudes necesarias para este estado.
-Es verdad, respondió su amigo; pero si ponemos
de nuestra parte todo lo que podemos, Dios no
dejará de ((**It5.213**)) darnos
las gracias y la fuerzas para hacernos dignos de
favor tan grande como es el de ser ministros de
Jesucristo.
En el florecimiento de tantas virtudes en el
Oratorio, veía don Bosco la mano de la Santísima
Virgen que las cultivaba, experimentaba la
eficacia de su maternal protección, y procuraba
por su parte corresponderle con ardorosa voluntad.
Ese fue el móvil y el secreto que le indujo a
hacer la primera prueba de lo que más tarde fue su
gran obra, a saber: el principio de la Pía
Sociedad, a la que siempre había encaminado sus
deseos. A tal fin, después de haber hablado
(**Es5.160**))
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