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cuanto más se acerca uno a ellos, y así se disipan
sospechas, animosidades, impresiones adversas,
hijas de malquerencias, y, en consecuencia,
fácilmente se allanan las dificultades que suelen
entorpecer la solución de algunos asuntos. Quien
trataba con don Bosco, quedaba prendado de su
franca jovialidad y humildad, de la sencillez de
sus razones, y se convencía de que no abrigaba
sentimientos de enemistad contra nadie, fuera del
partido que fuera. Por esto no se ofendían al
saber que mantenía principios y una causa
contraria a la suya con toda firmeza, pero sin
acritud. Más de uno de ellos iba a Valdocco a
informarse de cómo marchaba su recomendado y para
observar a don Bosco en medio de la multitud de
sus chiquillos. Era un espectáculo muy distinto
del que se advertía en otros centros. El Oratorio
ofrecía un ejemplo vivo de cómo la alegría y el
alborozo sólo se encuentran donde reinan la
inocencia de vida y la paz y tranquilidad de
conciencia. Allí la disciplina era fácil, porque
nacía del amor; el estudio y el trabajo alegre y
gustoso, porque eran fruto del sentimiento del
deber y del honor. Estas aseveraciones, que
espontáneamente se presentaban a la mente de
aquellos señores, terminaban por disipar cualquier
prejuicio que les hubiera quedado contra don
Bosco, y se convertían en sus afectuosos
admiradores. El mismo Víctor Manuel no podía
ignorar las rectas intenciones de don Bosco y,
pasados aquellos tristes y agitados días, le
veremos seguir proporcionando sus donativos al
Oratorio, y fijar subvenciones para los muchachos,
cuya aceptación recomendaba a través de los
oficiales de la Casa Real.
((**It5.193**)) Por
aquel tiempo se preparaba don Bosco, en el mes de
febrero, para predicar la palabra de Dios fuera de
Turín, a pesar de la angustia que sentía por la
grave cuestión que se agitaba en el Cámara de
Diputados, la agradable convivencia con sus
alumnos y las dificultades financieras del
Oratorio. Estas ciertamente se dejaban sentir
mucho en sus ausencias, porque había bienhechores
que llevaban limosnas y querían entregárselas en
mano; o porque tenía que ir él en persona a
buscarlas, confiado de obtener las cantidades
necesarias. Pero su celo no se reducía por ello.
Y así había escrito al teólogo Appendino, a
Villastellone:
Turín, 6 de febrero de 1855
Queridísimo señor teólogo:
Ha llegado el octavario y me dispongo a cumplir
mi promesa. Solamente quisiera hacerle una
propuesta, si es posible. >>Podría usted, u otro,
predicar el primer sermón del sábado? >>Llego a
tiempo el domingo, saliendo de aquí en el vapor de
las
(**Es5.147**))
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