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de su caridad dos mil ((**It5.188**)) liras
que necesitaba para pagar una deuda urgente.
>>Le prometí hacerlo y estaba dispuesta a
cumplir mi promesa; pero surgieron dificultades
que me hicieron prorrogar la visita a las augustas
señoras, las cuales habían salido entretanto de
Turín y habitaban en la quinta de recreo del conde
Cays de Giletta. También yo me fui al campo y no
volví a la ciudad hasta avanzado el otoño. Me
acerqué a visitar a don Bosco, el cual me dijo en
seguida:
>>-He admitido a su recomendado, pero usted no
ha cumplido su promesa; no ha hablado a las Reinas
de mi deuda con el panadero.
>>-Es verdad, le respondí un poco avergonzada,
pero esté usted seguro de que, apenas vuelvan las
Reinas a Turín, cumpliré la promesa hecha.
>>Mientras yo hablaba, don Bosco meneaba la
cabeza en sentido negativo, y con una sonrisa algo
triste, me dijo:
>>-íPaciencia! Pueden suceder tantas cosas, que
tal vez no vuelva a hablar más con las Reinas.
>>->>Por qué me dice eso?
>>-Es así; usted no volverá a ver a las Reinas.
>>Unos quince días después, estaba yo en casa
de unos nobles, donde me enteré de la vuelta de
las Reinas a Turín y de que la reina María Teresa
estaba bastante mal y había recibido los Santos
Sacramentos. Pronto recibimos la noticia de su
muerte. Ocho días después murió la joven reina
María Adelaida: ambas lloradas y veneradas como
dos reinas santas. Sólo entonces recordé las
palabras del siervo de Dios y no dudé de su
espíritu verdaderamente profético>>.
Mientras tanto, ocurrió en aquellos días un
hecho gravísimo; la llegada a Turín de la
alocución pontificia del veintidós de enero.
Pío IX, con la franqueza que siempre le
distinguió, demostraba lo que había realizado para
aliviar los males de la Iglesia en Piamonte,
exponía los muchos decretos con los que ((**It5.189**)) aquel
Gobierno vejaba a la religión, probaba cómo la
nueva ley de confiscación repugnaba al derecho
natural, divino y social, y cómo abría la puerta a
los perniciosísimos errores del socialismo y del
comunismo; y recordaba las censuras que
alcanzarían a los fautores de la última ley y a
quienes usurparan los bienes eclesiásticos.
Había un deseo general de leer la palabra de
Pío IX. El Ministerio se propuso, de buenas a
primeras, aparentar despreocupación. El ministro
Rattazzi hasta hizo repartir entre los diputados
un ejemplar de la alocución pontificia; pero,
mientras tanto y a escondidas, envió
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