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y, si en alguna ocasión la aceptó, fue porque iba
acompañado de uno de los uyos, o bien de algún
caballero.
Y esta eminente circunspección era la que
recomendaba a sus alumnos. Contaba el teólogo
Reviglio:
<>.
Don Bosco era celoso de este prestigio. Don
Angel Savio y monseñor Cagliero nos contaron que
llegó él en cierta ocasión a Castelnuovo y, como
necesitaba afeitarse, buscó una barbería. Entró en
la primera que halló y se presentó una mujer, la
cual, después de saludarlo cortésmente, le invitó
a sentarse, asegurándole que sería atendido
enseguida. Hay que saber que su padre era barbero
y que, por no tener hijos, había enseñado su
oficio a la ((**It5.162**)) hija.
Empezó ella a colocarle la toalla por delante.
-Hasta aquí pase, dijo para sí don Bosco,
esperando que llegara el barbero en persona.
Pero en esto vio que la mujer preparaba la
navaja y tomaba la bacía para remojar la barba y
rasurarle. Se levantó, tomó el sombrero y
despidiéndose dijo:
-No permitiré jamás que una mujer me tenga
agarrado por las narices. íNi hablar! Hasta ahora
ninguna tocó estos carrillos más que mi madre.
Y se marchó. Añadiremos que en sus enfermedades
no quiso ser servido por personas de otro sexo, ni
siquiera por monjas, y no quiso junto a su lecho
más que a sus coadjutores ya mayores, quienes
admiraron siempre su cuidadosa diligencia para
evitar el menor detalle que pudiera empañar la
modestia.
Pero ex abundantia cordis os loquitur (de la
abundancia del corazón habla la boca).
Don Bosco sabía insinuar en los corazones el
amor por la reina de las virtudes en sus sermones,
fervorines, conversaciones y conferencias. Hablaba
continuamente del inestimable e intrínseco tesoro
que ella es; pintaba la hermosura de una alma
casta, las alegrías que goza, los consuelos que el
Señor le ha preparado en la tierra y en el cielo,
cómo en el paraíso sigue al Cordero doquiera él
vaya. Sus palabras producían un efecto admirable
en los que le oían, de suerte que quedaban
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