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que esto debía permitirse porque los sacerdotes
están revestidos de un carácter y una autoridad
divina, y sus manos están consagradas. Estos
sentimientos quedaban manifiestos en todos sus
actos. Permitía a las mujeres alguna vez esta
muestra de respeto, pero nunca sostenía su mano en
las suyas, y ((**It5.160**)) a
menudo se libraba de ello, pero sin descortesías.
Durante los primeros años del Oratorio, cuando
aún no había portería, solía recibir las visitas,
después de misa, bajo los pórticos de la casa, y
nunca se vio que diera audiencia a las mujeres en
su habitación.
Más adelante, cuando la casa se agrandó, las
recibía en su pieza, la cual estaba adjunta a la
salita de espera, donde se encontraban otras
personas que aguardaban turno, y uno de la casa
que anunciaba quién deseaba hablarle. Tenía,
además, la puerta semiabierta, de suerte que todos
los presentes pudieran ver tranquilamente. Si, a
veces, se presentaba una señora vanidosamente
vestida, él sostenía su vista clavada en el suelo,
según todos le vieron siempre y atestiguan don
Miguel Rúa, monseñor Piano y cien más. Se sentaba
a cierta distancia de las visitantes y nunca de
frente; no las miraba a la cara y no les
estrechaba la mano al llegar o al marcharse; y las
despachaba lo antes posible. Como quiera que
muchas de aquellas personas necesitaban consuelo,
no usaba nunca expresiones cariñosas, que no
hubieran podido remediar un mal, sino produciendo
otro. Por eso, con gravedad y mesura, las
consolaba en sus aflicciones con una frase que
solía repetir frecuentemente: Fiat voluntas tua!
(íHágase tu voluntad!). O también con ésta: <>. Evitaba hasta tutear a ninguna,
aunque fuera pariente suya, salvo a las niñas o
chicas de pocos años. Pero aún con éstas era muy
recatado. A veces, alguna señora pedíale la
bendición y le rogaba signara su frente o sus ojos
con la esperanza de poder curar de su malestar;
pero don Bosco ((**It5.161**)) nunca
condescendió con su deseo.
En cierta ocasión, una de estas señoras le tomó
la mano para llevársela a su cabeza, y él la
reprendió severamente. Fue testigo de ello don
Miguel Rúa.
Yendo por la calle no saludaba nunca él primero
a una dama, aunque fuera bienhechora. No visitaba
a una señora, si no lo exigía la gloria de Dios o
una una gran necesidad. Muchas veces fue invitado
por alguna a subir en su coche, ya que salían de
casa a un mismo tiempo, pero don Bosco daba las
gracias y no aceptaba la invitación;
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