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CAPITULO XVI
DON BOSCO Y LA VIRTUD DE LA
PUREZA
EL amor ardiente de don Bosco a la Virgen era una
irradiación y una prueba de la pureza de su
corazón.
Sí, estamos íntimamente convencidos de que ahí
está el secreto de su grandeza, es decir, que Dios
le colmó de dones extraordinarios y que se sirvió
de él para obras maravillosas porque se mantuvo
siempre puro y casto.
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Sus palabras, su ademán, su trato, y todos sus
actos exhalaban un candor y un hálito virginal,
que cautivaba y edificaba a quien se acercaba a
él, aun cuando fuera un pervertido. El aire
angelical que irradiaba su rostro tenía un
atractivo especial que conquistaba los corazones.
Jamás salió de sus labios una palabra que pudiera
ser menos conveniente. En su porte evitaba
cualquier gesto, cualquier movimiento que tuviese
el menor asomo mundano. Para quien le trató en los
momentos más íntimos de su vida, lo más
extraordinario que en él encontró ((**It5.158**)) fue la
suma atención que constantemente prestó a los más
solícitos cuidados para no faltar en lo más mínimo
a la modestia. Algunos de los suyos quisieron
examinar en todo y por todo su conducta exterior,
observándole alguna vez hasta por el ojo de la
cerradura de la puerta, y nunca le sorprendieron
en actitud menos digna. No se le vio, ni siquiera
una vez, cruzar las piernas una sobre otra,
tumbarse a la larga sobre una butaca, ni meter la
mano en el seno o en los bolsillos, ni siquiera en
tiempo frío, para calentarlas.
No permitía que en su presencia se contaran
chistes groseros, se enojaba al oír una frase un
tanto libre y no dudaba en advertírselo a quien la
había dicho.
(**Es5.122**))
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