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sus patas el cesto abierto, sacó una gorra, se la
puso en la cabeza y volvió a subir al árbol.
Entonces todos, uno tras otro, hicieron lo mismo,
y no acabó el juego hasta que se acabaron las
gorras. El mercader dormía a pierna suelta y
también los monos durmieron, por vez primera, con
la gorra a la cabeza, como delicados señoritos.
Pasó la noche. Por el oriente se asomaba hermosa y
sonrosada la matutina aurora, precursora del astro
rey, y nuestro mercader despertó y se levantó para
reemprender el camino. Pero ícuál no fue su
sorpresa y su angustia al ver que le habían robado
las gorras!
-Pobre de mí, exclamó, han venido los ladrones,
estoy arruinado.
Pero observó mejor, reflexionó atentamente, y
se dijo:
-Parece que no es eso; si hubieran sido los
ladrones, se hubieran llevado todo y no sólo las
gorras: no entiendo este misterio.
En aquel instante levantó casualmente los ojos
y vio a los monos con la gorra puesta.
-íAh, dijo, son esos pícaros!
Y se puso a asustarlos, tirándoles piedras para
obligarles a dejar su mercancía; pero los monos
saltaban de rama en rama y no se daban por
entendidos. Tras varias horas de inútiles
esfuerzos, el pobre mercader, no sabiendo ya que
hacer, se llevó las manos a la cabeza medio
desesperado, y arrojó con furia al suelo la gorra
que todavía llevaba puesta. Los monos que lo
vieron hicieron lo mismo ((**It4.117**)) y en un
abrir y cerrar de ojos cayó del árbol una lluvia
de gorras, que consoló al apenado mercader.
Los muchachos, había terminado diciendo don
Bosco, hacen poco más o menos lo mismo que los
monos. Si ven que otros hacen algo bueno, ellos
también lo hacen; si ven hacer algo malo, lo
imitan más deprisa. Por eso es necesario poner
ante sus ojos ejemplos edificantes y alejarlos a
mil kilómetros de los escándalos.
Cuando don Bosco vio que de tantas cosas como
había dicho en su plática, apenas si se acordaban
los muchachos de ciertos hechos, puso gran empeño
en tejer sus instrucciones con muchos ejemplos y
comparaciones, que impresionaran su fantasía para,
de este
modo, abrirse camino e iluminar su mente y mover
su corazón; lo que le dio un feliz resultado.
Realmente predicaba y acompañaba sus
narraciones con tanto afán de salvación, que un
día se emocionó hasta estallar en grandes
sollozos, y al bajar del púlpito dijo al clérigo
Ascanio Savio humildemente y casi mortificado: -No
he podido contenerme.
Pero produjo un efecto indecible en los oyentes
conmovidos.(**Es4.98**))
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