((**Es4.84**)
y les acusaban de haber violentado la conciencia
del difunto. Una turba de zánganos y asalariados,
casi todos desterrados de los varios Estados de
Italia, voceaban por las plazas, asaltaban el
convento de los Servitas y con palabras salvajes
amenazaban matar al Párroco. Poco faltó para que
no lo hicieran pedazos. Durante el entierro no
cesaron de injuriarle y amenazarle. Los gritos y
silbidos eran constantes y tan fuertes que
ahogaban el canto del Miserere.
El siete de agosto eran expulsados del Convento
el Padre Pittavino y todos los religiosos. El
Gobierno se apoderaba del mismo y, haciendo subir
a los religiosos a unos carruajes, ya preparados y
escoltados por los carabineros, les condujeron, a
Alessandria unos, y a Saluzzo otros.
Después de los Siervos de María, le llegó el
turno a monseñor Fransoni. Al día siguiente de la
muerte de Santarosa, se presentó en Pianezza,
donde se encontraba el Arzobispo descansando, el
conde Ponza de San Martín con el caballero Alfonso
La Mármora, ministro de la guerra. Iban en nombre
del Gobierno y le pedían su renuncia al
arzobispado. El respondió con entereza que no lo
hacía y, con palabra franca, añadió:
-<((**It4.97**))
críticos momentos que atraviesa la Religión,
renunciara a la diócesis>>.
Y he aquí que, al día siguiente, siete de
agosto, se presentan los guardias en Pianezza y le
llevan prisionero a la fortaleza de Fenestrelle,
sobre los Alpes, donde reina un largo y riguroso
invierno con vientos, nieves y nieblas espantosas.
El gobernador Alfonso de Sonnaz le recibió
cortésmente, pero se vio obligado a encerrarle en
unas pocas habitaciones y vigilarle estrechamente.
El Ministerio no le permitió confesarse con uno de
los capuchinos capellanes del castillo. Poco
después quitaban al teólogo Guillermo Audisio,
célebre por la educación que daba al clero, la
presidencia de la Academia de Superga, como
castigo por escribir en Armonía; la Academia quedó
desde entonces sin alumnos. Al mismo tiempo, el
arzobispo de Sássari era condenado, por la ley
Siccardi, a un mes de cárcel, que pasó encerrado
en su palacio, por estar enfermo; y el arzobispo
de Cágliari, despojado de sus rentas y expulsado
del reino, era conducido por la fuerza a
Civitavecchia.
Una parte de la población de Turín estaba fuera
de sí por el miedo, otra perturbada por las
inventivas de los periódicos y las horribles
narraciones de las calumnias que se propagaban. Un
ciego iba cantando, en medio de la chusma, por
calles y plazas, al son de su guitarra, una
canción llena de injurias contra monseñor
Fransoni.(**Es4.84**))
<Anterior: 4. 83><Siguiente: 4. 85>