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((**Es4.548**) >>-íGris! no has llegado a tiempo para acompañarme: ya estoy en casa. >>Y tomando un trozo de pan, se lo ofreció; pero el perro lo rechazó. Entonces dijo don Bosco: >>-íGoloso! >>Quieres carne? >>No ves que don Bosco no la tiene? Si no quieres comer, que te vaya bien y largo de aquí. >>Bajó la cabeza el perro, como algo mortificado, y tomó el camino de la puerta. Pero don Bosco le volvió a llamar diciendo: >>-Ven aquí, gris, no te quiero castigar. Ven aquí... >>Volvió el perro hasta don Bosco. Recibió sus caricias y las nuestras durante un buen rato y luego le dejó marcharse porque ya era tarde. Otros compañeros míos lo vieron en distintas ocasiones>>. Una tercera vez salvó el gris la vida de don Bosco. Era a fines de noviembre de 1854. Volvía a casa una noche muy oscura y nubosa desde el centro de la ciudad, de la Residencia Sacerdotal, y para ((**It4.717**)) no caminar muy lejos de la parte habitada bajaba por la calle que, desde el santuario de Nuestra Señora de la Consolación, va hasta la institución del Cottolengo. Al llegar a cierto punto del camino advirtió don Bosco que dos hombres le precedían a poca distancia, y que aceleraban o detenían el paso a medida que él lo aceleraba o disminuía; más aún, si él atravesaba a la parte opuesta para esquivarlos, ellos hacían lo mismo para situarse delante de él. No quedaba ninguna duda de que se trataba de dos malintencionados. Intentó, pues, desandar lo andado para ponerse a salvo en cualquier casa del vecindario; pero no tuvo tiempo; porque aquellos dos, volviéndose repentinamente atrás y guardando profundo silencio, se le echaron encima y le cubrieron la cabeza con una manta. El pobre don Bosco se esforzó para no dejarse envolver; se agachó rápidamente, liberó por un instante su cabeza y se defendió. Pero los atacantes intentaron envolverlo más fuerte, mientras a él no le quedaba más que pedir socorro y no pudo, porque uno de los asesinos le tapó la boca con un pañuelo. >>Qué sucedió entonces? En aquel momento terrible y de muerte segura, mientras invocaba al Señor, apareció el gris, el cual se puso a ladrar tan fuerte y con tales ladridos, que no parecía el ladrar de un perro o de un lobo, sino el aullar de un oso rabioso, que atemorizaba y ensordecía a la vez. No satisfecho con ello se lanzó con sus patas contra uno de aquellos maleantes, y le obligó a dejar la manta sobre la cabeza de don Bosco, para defenderse a sí mismo: se echó después sobre el otro, y, en menos que se dice, le mordió y le derribó por tierra. Cuando el primero vio la suerte del compañero, intentó huir, pero el gris no le dejó, (**Es4.548**))
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