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silbidos, gritos y amenazas, que ahogaban las
vivas, aplausos y demás expresiones de respeto del
público católico. Estaban entre estos valientes
los muchachos mayores y más fieles del Oratorio de
san Francisco de Sales, enviados por don Bosco,
unas horas antes, para que, si no podían hacer
más, al menos aplaudieran. Nos dio testimonio de
ello el teólogo Félix Reviglio. El sabía el
insulto sacrílego que preparaban aquellos
facinerosos. En efecto, se lanzaron contra el
coche, golpearon con los puños los cristales e
intentaron cortar los tirantes del carruaje. Y las
tropas miraban impasibles. Afortunadamente el
Arzobispo se vio libre de aquel gran peligro,
gracias a la sagacidad ((**It4.58**)) del
cochero, que arreó unos fuertes latigazos a las
manos y las orejas de aquellos granujas con lo que
impidió el corte de los tirantes y echó a andar a
los caballos.
A toda costa se quería obligar a monseñor
Fransoni a alejarse de Turín. En efecto, el Senado
debía decidir acerca de las Inmunidades
Eclesiásticas, y el ocho de abril se aprobaba la
ley con la oposición de veintinueve senadores
sobre ochenta. Por la tarde de aquel día y varios
más, una turba de patriotas emigrados, amparados
por el Gobierno, y mozalbetes pagados e instigados
por los agitadores, que ya habían silbado al
obispo de Chambery camino del Senado, recorrían
las calles de la ciudad, maldiciendo al clero y
gritando: íViva Siccardi! Lo peor de la algazara
lo dejaron para el palacio arzobispal. A los
gritos de abajo el Arzobispo, abajo la Curia,
abajo el Delegado Pontificio, rompieron a pedradas
muchos vidrios de las ventanas e intentaron
descerrajar la puerta principal. Para poner fin a
la salvaje demostración, acudieron soldados de
infantería y de caballería.
El día nueve sancionaba su Majestad la ley,
que, entre otras odiosas disposiciones, sometía
obispos y sacerdotes a los tribunales civiles. El
Nuncio Apostólico pidió los pasaportes, despidióse
del Rey, y el doce partía para Roma.
En las secretas intenciones de las sectas ya se
contaba con la desautorización del episcopado y la
rebelión del clero. Esperaban que los sacerdotes y
párrocos rurales quebrantarían la disciplina y se
formaría un clero civil, un clero pagado y al
servicio del Estado. Pero la Iglesia debía
resplandecer con nuevo fulgor; nuevos ejemplos de
sacrificio, de generosidad y de firmeza
florecieron en el clero y los seglares.
Un hecho providencial alivió el dolor de los
católicos y llenó de alegría sus corazones: la
vuelta de Pío IX a Roma. Una vez que los franceses
liberaron ((**It4.59**)) la
capital del mundo católico de manos de los
republicanos, y transcurrido algún tiempo para
reorganizar un(**Es4.54**))
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