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y hacerlo pedazos; mas don Bosco, por miedo a que
alguno de ellos sufriera una herida, les prohibió
desde el balcón tocarlo.
Pero con aquella fiera en casa, ninguno podía
estar tranquilo. La buena Margarita, sobre todo,
andaba preocupada por su hijo y los muchachos.
>>Qué hacer? Se avisó enseguida, y varias veces, a
la comisaría; pero, es triste decirlo, no se vio
aparecer ni un solo alguacil, ni un guardia hasta
las nueve y media de la noche. A aquella hora se
presentaron dos guardias, esposaron al malandrín y
se lo llevaron al cuartelillo, liberando a don
Bosco de una violencia, que honró muy poco a quien
presidía por aquellos días a la fuerza pública. Y,
como, si semejante indiferencia para defender a un
ciudadano no hubiese sido suficiente para
inquietar a cualquier persona honrada, he aquí que
al día siguiente el comisario cometió otra
imprudencia mayor. Mandó a un policía a preguntar
a don Bosco si perdonaba el atropello. Respondió
que, como cristiano y sacerdote, perdonaba el
ultraje y muchos más; pero, como ciudadano y
director de una institución, invocaba en nombre de
la ley, que la autoridad pública garantizase algo
más a la casa y a las personas. Pues, >>quién lo
creería? Al día siguiente el comisario ponía en
libertad al criminal, el cual estaba, de nuevo,
por la tarde apostado a poca distancia del
Oratorio, esperando que don Bosco saliese, para
realizar su sanguinario plan.
Un día de primavera de 1854, volvía al caer de
la tarde, el jovencito Cagliero de la escuela del
profesor Bonzanino, cuando vio a lo lejos a don
Bosco, en un recodo del camino que llevaba
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Oratorio; se dio prisa por alcanzarlo. Lo alcanzó,
y entonces vio correr furiosamente hacia ellos
dos, al Andreis en mangas de camisa. Creyeron que
iba borracho y se retiraron a un lado para dejarle
paso libre. El rápido movimiento realizado por don
Bosco hacia el lado opuesto, hizo que el asaltante
se pasara algunos pasos, ya que con el ímpetu que
llevaba no pudo detenerse en aquel punto. Don
Bosco, que vio brillar la hoja del cuchillo en la
manga del mal intencionado sujeto, echó a correr
hacia casa y llegó junto a la puerta; pero aquél
se paró y reemprendió la carrera tras él con
intención de herirlo. Cagliero, que al principio
no se había dado cuenta de nada, comprendió
entonces de qué se trataba y, huyendo, empezó a
pedir socorro. El otro se detuvo perplejo y
finalmente se volvió a su casa.
Otra vez el mismo Andreis, vestido de otro
modo, llegó al Oratorio, y al no ver a don Bosco
entre los muchachos, pidió hablar con él y subió
escaleras arriba hacia su habitación. Pero
Cagliero le reconoció, y, al ver que llevaba la
mano derecha en el bolso, quizá sobre el mango del
cuchillo, avisó a los compañeros, y especialmente
al clérigo
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