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Supieron éstos entonces, punto por punto, cómo
habían ido las cosas; hicieron, al día siguiente,
indagaciones sobre el caso, y descubrieron que un
fulano había pagado a aquellos bellacos una
espléndida cena, a condición de que hicieran beber
a don Bosco un poco de vino, que había preparado
expresamente para él. Ellos eran, por tanto, unos
criminales a sueldo.
El santo varón nunca olvidó aquel sitio, y aún
en los últimos meses de su vida, al salir con
alguno de nosotros de paseo, al llegar a aquel
lugar, nos lo indicaba diciendo:
-Ahí está la habitación de las castañas.
Otra tarde del mes de agosto, alrededor de las
seis, estaba don Bosco junto al cancel que cerraba
el patio del Oratorio, y hablaba tranquilamente
con algunos de sus muchachos, cuando se oyó el
grito de: íUn asesino, un asesino!
En efecto, allí llegaba un tal Andreis, en
mangas de camisa que corría furiosamente contra
don Bosco blandiendo un cuchillo carnicero en la
mano y gritando:
-Que lo mato; quiero matar a don Bosco.
Era este tipo bastante conocido por don Bosco,
el cual le había beneficiado, siendo inquilino en
casa Pinardi y ahora que lo era de casa Bellezza.
El miedo se apoderó de los muchachos en el
primer momento y se desbandaron a todo correr,
unos hacia el campo abierto de delante y otros
hacia el patio de la casa. Estaba entre los que
huían el clérigo Félix Reviglio. Su fuga fue
providencial y la salvación de don Bosco, porque
el asesino, tomándolo por don Bosco, se echó tras
él; pero, al darse cuenta de su fallo, volvió
hacia el cancel. En el breve intervalo don Bosco
tuvo tiempo para ponerse a salvo, subiendo a su
habitación y cerrando con llave la pequeña puerta
de hierro que había al pie de la escalera. Apenas
estuvo ésta cerrada, llegó el tunante, el cual,
comenzó a golpear con un pedrusco y a moverla y
empujarla con fuerza para abrirla, pero en vano.
Allí se estuvo más de tres horas, como un tigre
que acecha la presa; parecía un loco; pero lo
fingía interesadamente. Lo mismo llamaba a don
Bosco para que bajase a abrir, que decía quería
hablar con él.
Mientras tanto, los muchachos, rehechos del
primer susto, se habían reunido de nuevo. Al ver a
aquél, que amenazaba la vida de su bienhechor y
padre, sintieron hervir la sangre en sus venas.
Siguiendo la voz ((**It4.701**)) del
corazón y dejándose llevar por el ardor juvenil,
armóse cada uno de un instrumento, quién de un
palo, quién de una piedra, quién de otro objeto, y
se dispusieron a echarse sobre el desgraciado
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