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Cuando veían a sus hijos, la tarde de la
confesión, llegar a casa, tan alegres, se disipaba
todo prejuicio contra el sacramento de la
penitencia, al conocer la felicidad de una
conciencia tranquila. Y cuando los tenían ante sí,
impulsados por el consejo de don Bosco,
pidiéndoles perdón de los disgustos ocasionados en
el pasado y prometiendo obediencia en todo para el
porvenir, se despertaba en sus conciencias el
remordimiento, recordando los ejemplos menos
buenos que les habían dado, y profundamente
conmovidos los abrazaban.
Muchos, el día de la primera comunión,
invitados también por don Bosco, los acompañaban
al Oratorio, y al observar su compostura en la
iglesia, sus rostros resplandecientes y hermosos
como los de los ángeles, cuando volvían del altar,
sentían despertar en su corazón algo inconcebible,
envidiaban la alegría del hijo, y sus ojos se
arrasaban de lágrimas, recordando los años de su
inocencia. Aquel día no aparecían por la taberna;
tenían la mesa puesta en su casa y disfrutaban de
la vida familiar y de la felicidad de una alma
tranquila y amada. Y empezaban a experimentar
repugnancia por desórdenes que muchas veces les
habían ocasionado amarguras; una saludable
melancolía les obligaba a reflexionar; se
entablaba en su corazón la lucha entre el bien y
el
mal, y triunfaba la gracia del Señor por la
eficacia de las oraciones de sus hijos.
Unos iban a la capilla a esperar que don Bosco
llegara al coro, otros se presentaban a él en la
sacristía después de celebrar la santa misa,
algunos subían a su habitación, ya entrada la
noche, para que nadie les estorbara. Y don Bosco,
que sólo con verlos entendía lo que querían,
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los recibía con rostro alegre, los invitaba a
arrodillarse y los confesaba.
Así lo hacían. Y volvían contentos y felices a
su casa para ser en adelante el consuelo de sus
familias. Desde aquel día rezaban con los suyos
por la mañana y por la noche, asistían los
domingos a las funciones sagradas, frecuentaban la
confesión y comunión, y, de vez en cuando, iban al
Oratorio a pasar la tarde en agradable recreo.
Era éste otro de los grandes beneficios que
proporcionaban a Turín los Oratorios festivos.
Pero, si don Bosco veía coronados sus trabajos
con frutos tan hermosos, el corazón del buen
Arzobispoo recibía nuevas heridas el domingo de
Pascua. Al salir por la puerta principal de la
Catedral, a pesar de que dos filas de carabineros
le escoltaban hasta el coche y de que estaban allí
formados un escuadrón de caballería y un batallón
de la guardia nacional, fue acogido con una
furiosa tempestad de(**Es4.53**))
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