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toda devoción. Y no podía ser de otro modo, porque
veían la asiduidad y compostura de don Bosco en la
iglesia, en las oraciones comunes, en la
meditación, en el rezo de su breviario, aún en
momentos de grave incomodidad, por cuanto le era
posible.
Por esto todos admiraban en muchos jóvenes del
Oratorio, y siempre lo admiraron, un profundo
sentimiento de piedad, que les convertía en
acabados modelos de virtud; y por eso mismo don
Bosco, cuando se encontraba en alguna dificultad
en sus asuntos, hacía rezar a los muchachos de un
modo particular, y obtenía las gracias que pedía.
Muchas veces acudieron a él sacerdotes,
directores de instituciones juveniles, para
preguntarle qué prácticas piadosas realizaban de
ordinario los alumnos del Oratorio. Hubo uno que
casi le riñó por el exceso de oraciones con que
entretenía a los muchachos, y don Bosco le
respondió:
-Yo no les exijo más que lo que hace un buen
cristiano, pero procuro que estas oraciones estén
bien hechas.
Su devoción llamaba poderosamente la atención
cuando, el primer jueves de cada mes, se celebraba
el ejercicio de la buena muerte, práctica a la que
don Bosco daba tanta importancia. Acostumbraba a
decir:
-Pienso que se puede asegurar la salvación del
alma de un joven, que cada mes se confiesa y
comulga, como si fuese la última vez de su vida.
Los muchachos eran advertidos algún día antes
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prepararse, y lo hacían con un aprovechamiento y
una seriedad superiores a su edad: íera muy grande
el deseo que don Bosco había sabido inspirarles de
hacer bien este ejercicio! Durante muchos años
tomaban parte en la apreciada función insignes
personajes de la ciudad. Después de la comunión
general y las conocidas plegarias, pronunciadas en
voz alta y despacio, no dejaba nunca don Bosco de
recitar un Padrenuestro y Avemaría por aquél de
los presentes que moriría primero. Los muchachos
quedaban altamente impresionados, y se aumentaba
increíblemente un nuevo fervor. Para dar un aire
festivo a aquel jueves, se distribuía una ración
de salchichón en el desayuno. Muchas veces acudía
don Bosco en aquellos momentos al recreo y
exclamaba en medio de un gran corro de muchachos:
-íQué alegres estaríamos, si muriésemos hoy!
De cuando en cuando, durante el buen tiempo,
solía llevarles a hacer este ejercicio en alguna
iglesia de los suburbios de la ciudad, con gran
edificación de los que les contemplaban.
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