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Superior de la misma. Viose entonces crecer y
consolidarse en medio del mundo una organización
religiosa sin hábitos, sin votos y sin retiro
claustral, gracias solamente al espíritu de
caridad y al entusiasmo por el trabajo, y a unos
buenos operarios que, libres por su gusto de vivir
retirados de la sociedad y pese a las tentaciones
y persecuciones, vivían unidos con la misma fuerza
de un niño abrazado al cuello de su madre. Su amor
a la regla y su cuidado para no faltar a ella,
eran tales, como apenas puede uno esperarlo de
fervorosos religiosos. Hacían todos los días
oración en común, asistían a la santa misa,
rezaban el rosario, leían la biografía de un santo
del día y acompañaban con cantos espirituales el
trabajo no interrumpido, durante las horas
señaladas. Los domingos se confesaban, comulgaban
y, después de las funciones sagradas, visitaban
los hospitales, las cárceles y a los enfermos en
sus casas y en los asilos de los pobres
mendicantes. El buen Enrique ayudaba a la
conversión de los pecadores. Fundó además la Pía
Sociedad de los hermanos Sastres, siguiendo el
modelo de la de los zapateros, la cual llenó de
santos trabajadores a Francia. Los artesanos más
pobres encontraban trabajo y vestido en estos
talleres, los huérfanos aprendían gratuitamente el
((**It4.648**)) oficio,
los aprendices eran atendidos, el viejo inhábil
para el trabajo era asilado y se proveía al obrero
enfermo y falto de toda ayuda.
Pero uno de los méritos más señalados de
Enrique fue el de haber colaborado eficazmente a
desbaratar la impía sociedad llamada Hermandad de
los Obreros, cuyos miembros se ligaban con
juramento secreto. Todos los domingos hacían
representaciones de los misterios y solemnidades
cristianas para encubrir su maldad, y después se
reunían para celebrar fraternales banquetes en sus
antros, donde se entregaban a toda suerte de
francachelas, impiedades, libertinajes y
sacrílegos ultrajes a la santa Hostia. Estas
reuniones clandestinas se habían esparcido por
toda Francia y otros reinos, sin que nadie
sospechase su perverso fin. Pero, finalmente,
llegaron a enterarse las autoridades eclesiásticas
y civiles, las cuales amenazaron y castigaron a
aquellos desgraciados. Entonces Enrique, con
riesgo de su vida y soportando toda suerte de
insultos y calumnias, se las ingenió para arrancar
de las manos de aquella secta infame e hipócrita a
muchísimos obreros a los que convirtió. En pocos
años desapareció de Francia la tal hermandad, y él
obtuvo las bendiciones de todo el clero de París.
El buen Enrique, sano y robusto hasta los
noventa años, hizo a esta edad viajes, de hasta
doscientas leguas a pie para visitar algunos
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