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todas sus acciones y delicado en sus diversiones.
No soltó jamás una palabra que aludiera en lo más
mínimo a nada menos honesto; nunca se le vio jugar
con las niñas de las casas vecinas.
Este testimonio era confirmado por el teólogo
Cinzano.
Ni que decir tiene cómo gozaban los alumnos
escuchando las loas de su buen padre y la
satisfacción que experimentaban al encontrarse con
él; de todo ello sabía él sacar fruto para hablar
sobre el Señor. De las florecitas de la pradera,
de las mieses de los campos, de la abundancia y
riqueza de los frutos que pendían de los árboles y
las parras y hasta de los descubrimientos hechos
bajo tierra, sacaba tema para hablar de la divina
bondad y de la Providencia. Muchas noches
contemplaba el cielo estrellado desde la era,
delante de su casita, y olvidándose del cansancio
de haber estado confesando largas horas,
entretenía a los muchachos hablándoles de la
inmensidad, de la omnipotencia y de la sabiduría
divinas. En todas las circunstancias elevaba su
alma y la de los demás a la contemplación de Dios
y de su infinita misericordia, de modo que, con
frecuencia, asegura don Miguel Rúa, sucedía que
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exclamaban los jóvenes al igual de los discípulos
de Emmaús: -Nonne cor nostrum ardens erat in
nobis, dum loqueretur nobis in via? (>>Acaso no
ardía nuestro corazón, mientras nos hablaba por el
camino?).
Las lecciones y ejemplos de don Bosco hacían
también mucho bien a los lugareños presentes. La
frecuente comunión de sus alumnos les animaba a ir
a las iglesias y recibir los sacramentos y, así,
lo mismo cuando estaban despabilados y alegres que
después, sabían mantenerse recogidos y fervorosos
y honraban a Dios con las prácticas religiosas.
Don Bosco llevaba con su cuadrilla la alegría y la
piedad por las parroquias vecinas, cuyas fiestas
solemnizaba con la música. Se reunía en torno a él
mucha gente, especialmente niños, y, pese a las
largas caminatas, no dejaba de dar a todos una
lección o aconsejar algún ejercicio devoto, que
después practicaban. Estos paseos fueron uno de
los medios que aumentaron el número de los alumnos
del Oratorio y que le dieron gran fama.
El día de la fiesta del santo Rosario bendijo
don Bosco la sotana de Juan Francesia, el cual, lo
mismo que los clérigos Rúa y Buzzetti, estaba
decidido a quedarse en el Oratorio y ayudar a su
Director durante toda la vida. Don Bosco esperaba
su colaboración, lo mismo que la de otros tres,
Juan Germano, Marchisio y Ferrero, que habían
terminado los cursos de latín; sólo que uno, pocas
semanas después, vestía el hábito eclesiástico y
los otros dos, por distintas razones, renunciaban
al estado que antes habían decidido abrazar.
Sucedió por
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